Escribe: Alfredo Herrera Flores
El narrador peruano Julio Ramón Ribeyro explicó en alguna oportunidad que él no podría decir qué ciudad, entre las muchas que vivió, le gustaba más que otra, sino que eran parte de su vida, como un brazo o un ojo son parte de su cuerpo y no podría decir si su brazo o su ojo le gustaban más que el otro brazo, o el otro ojo. Es difícil saber si esta apreciación sobre las ciudades puede ser compartida por el ciudadano común, el peatón, el inquilino de estos centros urbanos donde transcurre su vida cotidiana.
Las ciudades son espacios geográficos que el hombre ha ido modificando a lo largo de los años y que pertenecen, en mayor o menor medida, a quienes las habitan, y esa pertenencia se configura de acuerdo a la relación que existe entre ese espacio, con su dinámica y su gente, y el poblador, que a su vez es parte de esa dinámica, de esa vida que late en medio de calles, edificios, plazas, pasajes, portales, monumentos, viviendas, centros de trabajo, bares y hasta su entorno paisajístico. Una interrelación compleja pero imposible de evitar o negar.
Cuando recorremos las calles de nuestra ciudad de manera cotidiana, y por mucho tiempo, se va generando una suerte de simbiosis entre las personas y su entorno, hasta que muy pocas cosas nos llaman la atención. La casa de la esquina, por ejemplo, la vemos todos los días, la hemos visto por años, hasta que en un momento prácticamente desaparece de nuestro campo de percepción. De la misma manera algunos detalles extraordinarios de nuestra ciudad pasan por inadvertidas de tanto pasar muy cerca de ellas, y probablemente este hecho en lugar de acercarnos a nuestras ciudades nos aleja de ellas y dejamos de quererlas, como diría Ribeyro, a pesar de que mucha gente reconozca que ama a su ciudad, que se identifica con ella, pero no la conoce, o no ha sabido conocerla.
No es raro escuchar, entonces, a algunas personas decir que no se habían dado cuenta de que en tal esquina había un bonito balcón o que la pileta de la placita era tan bonita, que nunca se fijaron en el mural que adorna el edificio público, que no sabían que en tal casa había vivido el héroe nacional o el artista más representativos de la ciudad. Aún más común es saber que mucha gente, la mayoría de los habitantes de una ciudad, no tenía ni idea que había por ahí un museo o una sala de arte, o que a solo cinco minutos había un pueblo maravilloso, al extremo de preguntarse por qué los gringos se detienen a fotografiar este cerro pelado o aquella iglesia en ruinas.
Las ciudades se vuelven invisibles. ¿Algún transeúnte, joven o no, se preguntará alguna vez qué se siente caminar por las calles de una ciudad que ha sido la cuna de una civilización extraordinaria, o se quedará por unos minutos mirando, pasmado, la belleza de un lago a casi cuatro mil metros de altura sobre el nivel del mar? De los cientos de ciudadanos que hacen trámites diariamente en las oficinas del Municipio Provincial de Puno o sus trabajadores, por ejemplo ¿cuántos se han detenido alguna vez a contemplar el mural que hay en el área de entrada del edificio y que abarca los seis pisos de la construcción?
La misma pregunta podemos hacernos respecto a otras ciudades u otros lugares de nuestra propia ciudad, en cualquier parte del mundo. Lo cierto es que nuestras ciudades, al volverse invisibles, terminan por negarnos espacios para disfrutarlos y, en consecuencia, nos hace más ciegos frente a sus encantos, sus secretos y sus misterios.
Caminar por las calles del centro histórico de Arequipa provoca una sensación de soberbia. La sobriedad de las fachadas y la tranquilidad de los patios de sus casonas de sillar, sus calzadas adoquinadas, la magnífica presencia de su catedral y el cielo azul empedernido, suelen pasar inadvertidos para los transeúntes inmutables, cotidianos andantes pero ajenos a los detalles que se asoman en columnas y portales. En una oportunidad escuché decir a una escolar que le sorprendía el color de los ladrillos con que se había construido la catedral ¿Nadie le dijo que no eran ladrillos sino bloques de sillar? Probablemente ni sus maestros lo sabían, o si lo sabían lo repetían porque así debía ser.
Cuando un forastero llega a Puno suele quedarse consternado con la belleza del lago Titicaca, ya sea entrando desde Juliaca o desde Desaguadero, la presencia de esta maravilla de la naturaleza, sin embargo, no suele despertar entusiasmos entre quienes diariamente caminan por las frías calles de esta ciudad, ni tampoco su activa vida cultural y hasta son molestados por las comparsas de danzantes que cualquier día del año cruzan las agitadas dos cuadras del jirón Lima. Aunque a una española le pareció haber estado en la ciudad más fea del país, Puno transmite ese aire de sabiduría y cultura que sus propios habitantes no suelen percibir.
Pocos cusqueños se detienen a pensar que caminar por Cusco es como caminar por Roma, Egipto o Grecia. Un turista europeo me confesó que volvía a la capital inca porque a diferencia de las otras capitales de la antigüedad, en Cusco todo estaba en su sitio, habían muy cosas impostadas, y la ciudad en sí seguía concentrando una energía que ya los antiguos peruanos habían sabido aprovechar, pero casi nada de esto provocaba la sorpresa del cotidiano viandante cusqueño, quien además se pierde entrar gratis a sus soberbios museos e iglesias, porque no sabe que existen.
Darse unas vueltas por el centro de Huamanga es como estar en un museo gigantesco, cada esquina tiene una iglesia y cada iglesia una historia y muchos tesoros. Pero para quien va al trabajo o hacer compras, esas iglesias son solo esquinas, nada más que muros y campanarios que siempre han estado allí y no tienen nada de novedoso.
Así podríamos hablar de Lima o Trujillo, Moquegua o Abancay, Trujillo o Iquitos, pero casi todas nuestras ciudades se han vuelto invisibles, ya no nos despiertan interés, más bien son peligrosas. Aquellos rincones donde se podría aún descubrir balcones o tallados guardan un peligro a la vuelta de la esquina. Las ciudades ya no son para ver.
Sin embargo, siempre hay quienes llegan de otros sitios para ayudarnos a descubrir ciertas maravillas que estaban muy cerca de nuestros ojos pero lejos de nuestra apreciación. Hay que ser de fuera para ver mejor nuestras ciudades, o si no, hay que abrir un poco más los ojos para descubrirlas y hacerlas parte nuestra.
* www.lasillaprestada.blogspot.
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