domingo, 5 de septiembre de 2010

Una conversación con el escritor peruano Santiago Roncagliolo




Entre las ventas de Stephen King y las críticas de Roberto Bolaño.
Una conversación con el escritor peruano Santiago Roncagliolo


Jasper Vervaeke y Rita De Maeseneer

Universiteit Antwerpen (Bélgica)

En esta entrevista el escritor peruano Santiago Roncagliolo habla de su trayectoria y novelas, particularmente Abril Rojo y Memorias de una dama. Asimismo, Roncagliolo trata de posicionar su obra frente a la de otros narradores peruanos, como José María Arguedas, Mario Vargas Llosa, Óscar Colchado y Alonso Cueto.

Durante la primera década de este siglo, el polígrafo peruano Santiago Roncagliolo (Lima, 1975) se ha ido ganando un lugar prominente dentro del panorama de la literatura latinoamericana. Roncagliolo, que ha trabajado como periodista, traductor y guionista de televisión, ha escrito libros para niños, ensayos, cuentos, novelas y una obra de teatro. Desde que se instaló en España su atención se ha ido dirigiendo cada vez más hacia la narrativa. Las novelas Pudor (2004) y Abril rojo (2006) llamaron la atención de la crítica internacional y fueron traducidas a varios idiomas. En 2007 Roncagliolo publicó La cuarta espada, una biografía de Abimael Guzmán, líder de la guerrilla de Sendero Luminoso, así como el ensayo Jet Lag, en el que reflexiona sobre su vida de escritor tras ganar el Premio Alfaguara. Su última novela hasta la fecha es Memorias de una dama (2009).

Invitado por la Fundación del Rey Balduino (Koning Boudewijnstichting), en marzo de 2010 Roncagliolo vino a Bélgica para dar una conferencia sobre temas políticos, titulada “The End of Truth”. Relajado, sonriente y de aspecto lúdico con sus gafas Ray-Ban a lo Woody Allen, lo encontramos unas horas antes en la sede de la Fundación en Bruselas. En su característico tono entre frívolo y serio, Roncagliolo nos habla de su trayectoria y de sus novelas, particularmente Abril rojo y Memorias de una dama. Respecto a esta última novela queremos señalar que no abordaremos la polémica sobre la base referencial de la ‘dama’ que hizo que la novela no fuese distribuida en determinados países, como la República Dominicana, y que hace poco fuese retirada del catálogo de Alfaguara.

Usted creció en una familia de exiliados. ¿Qué recuerda de esa infancia en los años setenta y ochenta?

—En Perú mi padre militaba en el Partido Socialista Revolucionario. Como parte de esa militancia era clandestina, en casa tenía un pasaporte argentino falso, con otro apellido y una foto en la que aparecía con barba. Yo pensaba que mi padre era un agente secreto que huía de las fuerzas del mal. Cuando en un momento determinado se opuso a unas deportaciones, fue exiliado por el gobierno de Juan Velasco Alvarado. Cuando regresó, bajo el régimen de Francisco Morales Bermúdez, alguien se acordó de que era socialista, y volvieron a echarlo. Por todo eso viví en la Ciudad de México de bebé hasta los diez años más o menos. Mis primeros recuerdos son de allí y son felices. Volvimos a Lima en la época del conflicto con Sendero Luminoso. El país estaba en guerra y mi familia empezó a desintegrarse. Yo entré a un gigantesco y horroroso colegio religioso para varones. Siempre tuve la idea de que había un mundo mejor -mi infancia en México- que yo ya no tenía, y eso hizo que leyera mucho. Leer era una manera de buscar esos otros mundos. A esa edad a un niño normalmente no se le ocurre que existen otras maneras de vivir, pero como yo venía de otro sitio, sabía que sí las había, y empecé a buscar vidas mejores en la lectura.

— Ya a los ocho años mi padre me había dicho que era hora de que dejara de leer tonterías con dibujitos. Me llevó a una librería, donde vi un libro en cuya portada había un tiburón persiguiendo a una mujer desnuda. Dije: “¡quiero ése!” Entonces mi padre le preguntó al vendedor qué tipo de libro era. El librero le contestó que ese libro había revolucionado la ciencia ficción. Como mi padre militaba en el Partido Socialista Revolucionario, opinaba que había que leer cualquier cosa que fuese revolucionaria. Así que la primera novela que leí fue Tiburón, y debo de ser el único escritor que sabe cómo se llama su autor [Peter Benchley]. A partir de entonces leía a Agatha Christie y novelas de acción y terror. Mi madre fue quien me introdujo a los autores del boom. Al inicio no entendía nada, pero había algo distinto y fascinante en esa manera de narrar. A una edad temprana me hicieron leer a García Márquez, Vargas Llosa, Fuentes y Borges. Obviamente disfrutaba más con Agatha Christie, pero en mi casa estaba mal visto leer tonterías.

Más tarde, ¿qué lo incitó a salir de Perú?

—Salí porque estaba ‘hasta los cojones’. Tenía veinticinco años, había salido de la universidad y había empezado a trabajar. Era como si ya supiera cómo iba a ser mi vida a los treinta. Y eso me aterraba. No tenía ni hipoteca, ni hijos, ni coche, nada que me atase. A esa edad uno no es consciente de sus limitaciones, uno piensa que lo puede hacer todo. Y entonces cogí mis cosas y me fui a España para ser escritor, una idea que ahora me parece completamente absurda. Sin embargo, salió bien: hice lo que soñaba. Y creo que lo hice en el único momento en que podía haberlo hecho.

¿De qué manera esas andanzas han marcado su escritura y su vida personal?

—Terminas siendo un extranjero en todas partes. Siempre te estás adaptando a un mundo nuevo. Para un escritor esto es excelente, porque te obliga a observar los detalles y te hace notar que el mundo no es necesariamente como lo ves. Cuando cambias de sitio resulta que puede ser de otra manera. Esto estimula tu imaginación, te obliga a tratar de comprender a las personas. Es lo que necesitas para escribir, para crear buenos personajes. Para todo esto, haber vivido en lugares distintos resulta muy útil. En cambio, para tu vida personal es un desastre, porque no terminas de ser nadie. No tengo una identidad clara, me voy camuflando, pareciéndome a la gente del lugar donde estoy, para que me acepten. Pasa igual en mis libros: me fascina un género y entonces hago un libro en este género. Luego me aburro y trabajo en otro género. Me da miedo quedarme en el mismo sitio.

La publicación de Pudor (2004) resultó un momento clave en su vocación de escritor. El éxito de la novela causó que fuera llevada al cine en España en 2007. Se trata de una historia íntima tragicómica, cuyos capítulos alternan entre las voces de los diferentes miembros de una familia limeña de clase media. Contribuye mucho a su vivacidad el hecho de incluir la voz del gato. ¿De dónde surgió esa idea?

—El gato es el personaje más basado en hechos reales. Mientras escribía la novela, tenía un gato. En Perú no se suele castrar a los gatos, así que en España tampoco se me había ocurrido hacerlo. Y el gato enloqueció: empezó a tirar cosas, a mearse por toda la casa, a chillar durante toda la noche. Cuando lo llevamos al veterinario, nos dijo que era normal: sin castrar, rodeado de gatos castrados, el gato estaba lleno de deseos que no sabía cómo controlar y manejar. Lo mismo les pasa a los personajes de Pudor: tienen ímpetus que los están devorando por dentro y no sabén qué hacer con ellos. Incorporar al gato también era una cuestión de ritmo y equilibrio: proporciona el elemento cómico, hace que el libro sea menos dramático. Cada vez que la acción se oscurece, viene el gato con sus instintos y todo se relaja. De hecho, la película es más dramática que la novela, justamente porque en ella no aparece el gato.

Abril rojo (2006) fue galardonada con el Premio Alfaguara. Es un thriller sangriento cuyo trasfondo lo constituye la historia del conflicto armado entre la guerrilla de Sendero Luminoso y las fuerzas antisubversivas del estado. ¿Dónde ubica su novela respecto a otras novelas que abordan el tema polémico de la guerra interna, como Lituma en los Andes (1993) de Mario Vargas Llosa, Rosa Cuchillo (1997) de Óscar Colchado y La hora azul (2005) de Alonso Cueto?

—Lituma en los Andes y Rosa Cuchillo son de otra década, cuando en la sociedad peruana todavía existía la idea de que alguno de los dos bandos tenía razón. En cambio, la novela de Cueto y la mía son de la década posterior, cuando se empezaba a sospechar que ninguno de los dos bandos estaba exento de culpa y todos nos preguntábamos cómo era posible que hubieran muerto setenta mil peruanos. Cada bando se ha cargado a treinta y cinco mil personas. Y entonces cada uno tiene que escoger quiénes son sus asesinos favoritos. Las diferencias entre Lituma en los Andes y Rosa Cuchillo también tienen que ver con el gran choque de la literatura peruana del siglo veinte, entre Vargas Llosa y José María Arguedas, cuyas maneras de entender el país se oponían radicalmente [Rosa Cuchillo se inscribe en el andinismo arguediano]. Ahora, al contrario, creo que nos estamos dando cuenta de que vamos a vivir juntos, nos guste o no.

Pero Abril rojo parece menos ideológica que La hora azul de Cueto, cuya visión sobre la sociedad peruana resulta un tanto paternalista y conservadora…

—Será su edad. Cueto tiene cincuenta y tantos años, es de la capital, es blanco y clasemediero. La clase media urbana que vivió la guerra es muy conservadora. Se sentían amenazados por el lado izquierdo. Yo también soy blanco, capitalino y clasemediero, pero de una generación que ya no puede ser sospechosa: éramos niños en la época de la guerra. Además, he trabajado en la zona del conflicto. Estuve en Ayacucho durante dos, tres años, moviéndome también a otras regiones. Para mí esta estancia fue casi como una maestría en ciencias políticas. Eran los últimos años de Fujimori, una situación muy delicada. Entré en contacto con los militares y con los senderistas, todo lo cual cambió mucho mi manera de ver las cosas. Tanto esta experiencia personal como el cambio de generación hicieron que en la novela yo impusiera un punto de vista diferente.

Llama la atención que Abril rojo no indaga en el conflicto cultural entre mundo indígena y mundo occidentalizado.

—No me atrevía a escribir desde el punto de vista de un campesino. Mi protagonista nació en Ayacucho, pero creció en Lima. Necesitaba que llegase de la costa, para que fuese lo más cercano posible a mí. Los campesinos sí aparecen, pero no quería meterme demasiado en esa problemática demasiado complicada. Esa decisión también servía para poner de manifiesto algo que pensaba respecto a este conflicto: todos decían que estaban defendiendo a los campesinos, pero los que dirigían, o bien estaban en Lima, en el caso de los militares, o bien eran intelectuales de la clase media mestiza provinciana, en el caso de Sendero Luminoso. Los campesinos eran, una vez más, la mano de obra. Esa situación me venía muy bien para no tener que meterme con ellos. Los conflictos en la novela son conflictos entre mestizos.

¿Continúa siendo tan delicado abordar esa problemática?

—En la literatura peruana hay dos bandos claramente diferenciados: los que se acercan más a la zona rural y los de la capital. Son políticamente opuestos y mantienen una pésima relación en los debates públicos. También en este sentido, pertenecer a mi generación es una ventaja, porque yo no formo parte de estos debates. Al fin y al cabo tales enfrentamientos resultan ser más bien personales. Hace unos años estuve en Turquía y allí todos los escritores odiaban a Orhan Pamuk. Me parecía que más que por sus opiniones lo odiaban porque había obtenido un Premio Nobel y ellos no. Lo mismo pasa en el Perú: son odios personales, pero como no quieren expresarlos directamente, los disfrazan.

En la novela uno de los personajes senderistas invoca ‘El sueño del pongo’, un cuento de José María Arguedas. ¿Cómo valora la obra y persona de Arguedas?

—Arguedas forma parte de mis primeras letras. Me encantan los cuentos ‘El sueño del pongo’ y ‘La agonía de Rasu Ñiti’. Sus imágenes visuales son hermosas. También me gusta la manera traumática en que Arguedas trata el sexo. Me acuerdo de una escena en la que un niño está enamorado de una india y la ve acostarse con un campesino y él mismo no puede estar con nadie, porque nadie lo acepta. En cambio, lo que no me interesa tanto de Arguedas, es la cara política. No en todo estoy de acuerdo con Vargas Llosa, pero sí en este punto: creo que el propio Arguedas no era consciente de que sus historias eran buenas, no porque tratasen de una realidad política, sino porque él era una persona con sensibilidad que tenía algo que contar. Él sentía que tenía una obligación política [Vargas Llosa desarrolló estas ideas en el ensayo La utopía arcaica]. Creo que poder escribir sin esta obligación implica una gran liberación.

Su última novela, Memorias de una dama (2009), cuenta la historia de la millonaria Diana Minetti, que para escribir sus memorias contrata a un escritor peruano mediocre en busca de éxito. Gran parte de la novela se desarrolla en el Caribe de los años cincuenta. ¿De dónde surgió su interés por el Caribe?

—Me gusta que cada libro sea un viaje a un sitio diferente. Los lugares adonde viajo siempre me sugieren historias. Así, empecé a construir Memorias de una dama a partir de historias que fui conociendo en mis viajes a Cuba y la República Dominicana. Como escenario me interesaba el Caribe de los años cincuenta: este momento en que empezó el tráfico de cocaína, se estableció la mafia italiana en Cuba, florecieron los casinos y la isla se convirtió en este burdel de lujo por el que pasaron Frank Sinatra y muchas estrellas de Hollywood. Y, a la vez, la Revolución Cubana estaba a punto de estallar.

Además era la época de Fulgencio Batista y Rafael Leónidas Trujillo…

—Sí. Me interesaba mucho el contraste entre esos dos dictadores, porque encarnaban la idea de los dos países. Tenían en común algo muy importante: eran dos sargentos, dos mulatos que entraron en el ejército, la manera por excelencia de conseguir el poder en esa sociedad caribeña y en buena parte de América Latina. Trujillo quería entrar en el club de los aristócratas, y no lo dejaron. Su manera de mostrar su poder era llenarse de medallas y ser muy ostentoso. Era una mala bestia. Batista también, pero era menos cliché que Trujillo y de un país de por sí un poco más desarrollado. Batista quería ser cultivado. Consideraba que la manera de conseguir el poder eran los libros, la cultura. Su ascenso en el ejército tenía mucho que ver con que él era el único que sabía leer. En un principio era un idealista que quería mejorar las condiciones sociales. Participó en una huelga contra los oficiales del ejército. Cuando querían hacer su pliego de reclamos, descubrieron que el único que sabía escribir era Batista. Además, sabía hablar, de modo que en las negociaciones con los políticos Batista se erigió automáticamente en líder. Cuando los Estados Unidos y el gobierno cubano intuyeron que podían contar más con ellos que con los oficiales, decidieron eliminar a los oficiales y Batista se convierte en tres días de sargento en coronel.

Memorias de una dama evoca la última noche de Batista en Cuba, un hecho bastante emblemático, también descrito por Alejo Carpentier en La consagración de la primavera.

—Para mí lo más interesante era el final de esa noche. Por alguna razón Batista no se va para Estados Unidos, sino para la República Dominicana de Trujillo. Trujillo ni siquiera es capaz de entender qué está pasando, que la Revolución Cubana no es un golpe de estado como cualquier otro. Le saca todo el dinero a Batista, lo tortura y se dedica a tratar de que vuelva a Cuba. El trato que tienen no es de presidentes, sino que es casi una relación de maleantes de barrio bajo.

¿En qué se basó para escribir sobre el trujillato: entrevistas, novelas, libros de historia, o todo a la vez?

—Me interesaba no tanto lo que figura en los libros de historia, sino las anécdotas, las pequeñas historias de la gente que vivía bajo un régimen monstruoso. Me puse a hacer entrevistas, aprovechando mi formación de periodista. Hubo alguno que no quería hablar, pero muchas veces era cuestión de tener paciencia y saber conversar. En realidad a la gente vieja les gusta contar sus historias. Son buenos narradores, porque han vivido mucho y lo han visto todo. También entrevisté al historiador Emilio Cordero Mitchel. En cuanto a las fuentes escritas, consulté varias biografías de Trujillo. Me basé sobre todo en la información histórica y personal de gente, no en novela. Obviamente leí La fiesta del chivo de Vargas Llosa, leí a Junot Díaz y a algunos autores de dentro, pero el problema con las novelas es que no sabes qué parte es verdad y qué parte no. Los libros literarios pueden influir en el estilo, pero no son muy útiles como fuente histórica. Quise concentrarme en información real, en lo que investigué, añadiendo después lo que inventé con la imaginación. Así es como trato de trabajar siempre.

Los dominicanos escribieron muchísimo sobre Trujillo, repitiéndose de una manera bastante icónica. ¿Cómo explica esta fascinación?

—Es su gran momento, como la Guerra Civil en España. Es una lástima que Trujillo haya existido en realidad, pero se ha convertido en un gran personaje literario. Era indiscutiblemente malo: era dueño de todo el país, usaba a las mujeres,… En toda la iconografía era el malo. No hay por dónde salvarlo. Y eso es muy atractivo literariamente, puede dar mucha vida a un libro. Trujillo nos ha hecho un gran favor a los escritores. Es la representación del mal. La distancia también hizo que se perdieran los matices.

Memorias de una dama también juega con la autoficción. En cierto momento el narrador, un autor peruano fracasado, se encuentra con un exitoso y presumido escritor paraguayo cuyo nombre es Roncagliolo.

—Durante distintos momentos en mi vida me he parecido al narrador de la novela. Quería hablar del éxito y del fracaso en la literatura. Yo conozco los dos. La novela se burla de la lucha de egos entre los escritores. Se odian entre ellos, sobre todo en países pequeños. Están dispuestos a hacerse daño a sí mismos con tal de hacer daño al de al lado. Hay claramente dos bandos: los fracasados odian a los exitosos y los exitosos desprecian a los fracasados, pero se necesitan mutuamente. Para mí siempre es difícil saber en qué lugar debo situarme, porque las posiciones no son estables.

—¿Pero por qué es paraguayo el alter ego engreído?

—¿Quién conoce a un escritor paraguayo salvo a Augusto Roa Bastos?

La novela dialoga con el canon literario latinoamericano. ¿Cómo se posiciona ante un padre como, por ejemplo, Vargas Llosa?

—Bueno, igual que ante mi padre: llevo treinta y cuatro años tratando de no parecerme a él, pero tengo su nariz… Lo mismo pasa con la literatura: siempre quieres hacer algo distinto, pero al mismo tiempo tienes esa tradición en tu ADN. Luego, las editoriales te tienen que empaquetar en alguna categoría. Si escribes de política y dictadura, dicen que es como Vargas Llosa. Por eso los editores están angustiados con mi nueva novela, que ocurre en Japón, porque no les gusta que cambies la etiqueta.

Pero Tokio también es el escenario de uno de los capítulos de Travesuras de la niña mala de Vargas Llosa…

—Es lo que les he dicho, pero no me creen.

¿Los clichés del realismo mágico y de la dictadura siguen dominando el marketing editorial o ya está cambiando?

—Lo que pasa es que aquí en Europa no saben mucho de América Latina: está muy lejos, así que es necesario situar de alguna manera a un autor que viene de allí. Uno siempre está en discusión con la industria editorial, pero es una querella de amor. Yo quiero escribir libros, ellos quieren ganar dinero y yo obviamente también lo quiero. En Memorias de una dama me burlo un poco de la manera en que funciona la industria editorial. Pero funciona, y eso es lo importante.

Es interesante que en tus novelas se entretejan diferentes registros y géneros. ¿Puede comentar esta mezcla genérica?

—Me gusta mucho experimentar con géneros distintos en cada libro y en Memorias de una dama hay varios: la sátira, el drama, la historia de la mafia. Me gustan los géneros que los escritores tradicionalmente han despreciado. Aunque esto está cambiando, crecí en una América Latina cuyos escritores despreciaban géneros como la novela policíaca o el melodrama. Muchas veces hacían una gran experimentación lingüística y formal. Pero como yo quería historias, me iba a esos géneros populares, porque los escritores literarios eran tan avanzados que a menudo no contaban historias. Esto ha hecho que yo tenga mucha influencia del cine y la cultura popular. Además, mi ficción fue alimentada por el trabajo de periodista y guionista de telenovelas. A mí no me interesa escribir libros que solamente pueda entender alguien que tenga un doctorado en literatura. Intento conseguir que los libros tengan varias lecturas y diferentes tipos de lectores. Por ejemplo, en Abril rojo hay una reflexión sobre la muerte, la guerra y la memoria histórica de América Latina. Pero al mismo tiempo es una novela policíaca con un montón de cadáveres. Para mí es importante que tú puedas hacer una lectura según lo que tú gustes. Así es como yo leo también.

¿Siente que también alcanzó a otro público?

—Sí, sobre todo en Perú. Hay libros muy intelectuales y difíciles y hay libros muy simplones y legibles. Yo trabajo en el medio. Por eso cualquiera puede leer un libro mío, aunque no sepa nada en particular. Eso ha hecho que tenga buenas críticas y buenas ventas. No tengo las ventas de Stephen King ni las críticas de Roberto Bolaño, pero me contento con algún lugar en medio.

Tanto Memorias de una dama como Abril rojo tratan el tema del poder. ¿Se está convirtiendo en la temática central de su obra?

—Me interesan los grandes temas: el amor, la soledad, el poder, el sexo y cómo las personas en distintos momentos y lugares viven todo eso. Las dos novelas hablan de América Latina, donde el poder es algo que sigue en discusión. Eso a diferencia de Europa o por lo menos España, donde la literatura política sigue concentrándose obsesivamente en la Guerra Civil, porque no sienten que tengan un problema real del cual hablar.

En las últimas décadas ha ido aumentando el número de europeos y estadounidenses que se dedican a estudiar América Latina. ¿Cómo evalúa este interés creciente, que nunca estará exento de cierto exotismo?

—Mi interés por Europa también es exótico, tiene que ver con los libros que había leído y las películas que había visto. La gente que se enamora de una cultura distinta a la suya demuestra una gran apertura, una gran avidez por aprender. De hecho son pocos: la mayor parte se queda en su barrio, se encierra entre sus cuatro paredes y ni siquiera quiere conocer al inmigrante que vive al lado. En cambio, a mí me parece muy sano dedicarse a estudiar otras culturas. No obstante, siento que el interés de los europeos por América Latina ya no es tan grande como lo era, por ejemplo, en los años sesenta y setenta. En aquella época varios de los editores europeos actuales -no voy a decir nombres- se fueron a América Latina para incorporarse a las guerrillas y hacer la revolución. A la vuelta, con el conocimiento de la literatura y el idioma que habían adquirido, se dedicaron a la edición de libros. Me parece genial, porque permitieron que los países dialogaran, que se establecieran vínculos culturales; y además la gente que tiene tal actitud suele pasársela muy bien, lo que es algo que no le puedes criticar a nadie.

Por último, ¿qué nos puede adelantar sobre su próxima novela?

—Es una historia de terror y de amor, que ocurre en un hotel en Tokio, en el que me alojé. Había una convención de inteligencia artificial en ese hotel, que mostraba robots y máquinas cada vez más avanzadas y humanoides. Al mismo tiempo, me percaté de que allí hay una manera de vivir la sexualidad que desde un punto de vista occidental es sumamente incomprensible. El escenario de Tokio resultó perfecto para hablar de la soledad, porque si bien todo parece muy occidental, sabes que detrás se esconde algo distinto. La novela tiene mucho de las películas de terror japonesas, que son mucho más emocionales que las occidentales. Ya está entregada, debería salir en octubre.

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