domingo, 30 de enero de 2011
Los caballos de la muerte o la reescritura de la poesía
Los caballos de la muerte o la reescritura de la poesía
Darwin Bedoya, Terminal terrestre, Grupo editorial Hijos de la lluvia, Juliaca, Perú, 2011, 36 pp.
Escribe: Walter L. Bedregal Paz LOS ANDES
¿Por qué anhelamos la muerte? ¿Qué nos mueve a poner nuestra vida al alcance de la nada, a dejarla en el centro de la oscuridad? ¿Acaso todo esto se trata únicamente de ponerle más vida a la muerte? O es que tal vez esto tenga que ver con un sobrecogimiento frente a la verdad de todas las cosas. Aunque no queda exento el razonamiento de que esto resulte ser una brumosa sugestión de otra vida, de una palabra a la vez extraña y familiar que nos conduce al poema. Estas preguntas y supuestos parecen estar acercándose y alejándose en la poesía de Terminal terrestre, el nuevo texto de Darwin Bedoya (Moquegua, 1974). El poemario empieza con un verso de El cristal, uno de los libros primigenios del mexicano Jorge Fernández Granados:
yo también soñé despacio los caballos de la muerte |
mientras la poesía | incorregiblemente juntaba palabras
dispersas | para comenzar a decir | yo soy quien puede
hacer oraciones chorreando aves oscuras | yo soy quien
puede atravesar silencios como un potro ya sin vida
( [1] yo también soñé despacio los caballos de la muerte, p.12)
Es a partir de este primer poema que se vislumbra esa pulsión reiterativa de la aniquilación y la fragmentación dentro de un tejer infinito de ecos cuyo concierto alcanza al poemario anterior del poeta, Leve ceniza (2010), es desde allí o desde Terminal terrestre que la muerte va cobrando mayor cuerpo y su efluvio se va acrecentando en cada verso, en cada poema y va, de ese modo, conduciéndonos a un lugar cuyo laberinto sin salida, a veces o en la mayoría de casos, quiere extraviar la sucesión del discurso al igual que la comprensión y la ubicación del lector. Desde esta refracción, la semejanza inicial de Terminal terrestre con Leve ceniza no resulta una suerte de casualidad, menos un asunto meramente superficial o anecdótico, sino más bien, esto demuestra que el autor ha pensado en escribir e inscribir su obra siguiendo un proyecto escriturario, un programa poético. Quizá Terminal terrestre sea una parte más de Leve ceniza o Terminal terrestre pudo haber sido el eje de Leve ceniza. Con todo, o fuere como fuere, la poesía de Bedoya nos permite percibir los límites en donde las cosas permanecen y se van; se tornan luz, espacio, movimiento, y así nos van mostrando que lo que llamamos vida o realidad, supera por mucho la idea preconcebida que de ella tenemos:
sólo quiero que mis huesos florezcan en el lugar donde
moran los hombres | quiero señalar con un trébol al
cielo y reinventar mi propia muerte | nada sucede
cuando desvío manadas de oscuros potros salvajes hacia
un barranco | nada es hambre | nada me llueve |
polvareda inútil | caballos errantes más allá de mis ojos
( [8] nada me llueve, p.16)
Cada cosa, cada ser es otra razón, indefinidamente: la vida es un cuerpo que es un cadáver que es un cuerpo; su existencia es un palpitar que es un suspiro; el cual no es tal puesto que en vez de palpitar se cierra como una mirada; en cuanto al sueño y a la realidad, a la vida y a la muerte, en Terminal terrestre ya no se oponen pues se confunden entre sí, entonces aparece la duda. Surge la gran interrogante frente a los presagios:
¿qué será? | anoche sentí llover donde antes no había
nubes ni cielo ni tierra | sólo un sonido como de una
desaparición de caballos que venían por mí| ¿qué será?
| esta mañana los charcos me hablaron de lluvia y tierra
y cielo | ¿qué será?
( [9] una desaparición de caballos, p.17)
Todo esto no sólo está escrito en el poema, sino que también está urdido en algún lugar de la vida, del corazón mismo —si éste último aún existe debajo de los cascos de los caballos—; pero gracias a esa red vertiginosa de ecos que hemos intentado atisbar y que sólo puede ser tejida por la conciencia clara de lo que se quiere escribir, inclusive más allá de las visiones fantasmales, más lejos aún que los murmullos terribles que envuelven la vida, ese respirar a punto de eclipsarse:
baño mis pies en un río descomunal | en la otra orilla un
niño azota las aguas con un animal muerto | las aguas
comienzan a teñirse de rojo | el niño se toma las venas
de la mano y llora consternado | el animal muerto se
deshace | a lo lejos un puente se derrumba inexorable |
un murmullo terrible aqueja el silencio | flotan caballos
muertos en el agua
( [11] un niño azota las aguas con un animal muerto, p.21)
Uno, a veces, piensa o dice: Yo no le temo a la muerte. A mi propia muerte. Pero no tengo claro cómo voy a morir. Vi morir a un amigo. Ayer estaba y hoy ya no. Todo se volvió negro, como el carbón, y se fue para siempre. No tengo claro cómo voy a morir. Si pudiera elegir mi muerte, pediría que fuera común y corriente. O, mejor, que me duerma y no despierte jamás. Pero nunca desearía una muerte como la de mi amigo. Y, sin embargo, lo que sí sé y estoy seguro, es que con mi diagnóstico nadie puede durar mucho tiempo. Al menos sentiré que llega ese momento. Aunque prefiero morir quedándome dormido, para no sentir nada de nada. A veces pensamos así y la muerte nos crea mundos diferentes. Muertes diferentes. Morimos de otra manera, la menos pensada. Y es que se trata de mundos tan opuestos como el de la vigilia y el del sueño. Pero la muerte es una distancia sola y cabalga lentamente:
tanto he soñado con la distancia que se han gastado las
madrugadas | ahora guardo oscuros caballos muertos en
los dedos de mis manos | los sueños no pueden volver a
ocurrir | las madrugadas no existen | y en un rincón de
aquella casa que nadie recuerda | lloran terriblemente
los caballos
( [12] ahora guardo oscuros caballos muertos, p.23)
Nada sucede cuando desvío manadas de oscuros potros salvajes hacia un barranco. Flotan caballos muertos. Ahora guardo oscuros caballos muertos en los dedos de mis manos: este exterminio de caballos puede ser una manera de querer alejar el presentimiento de la muerte. El desmoronamiento del galopar que se acerca. Cabestros, herraduras, galopes, relinchos, aparejos, crines, grupas, cascos, herraduras, bridas, espuelas, belfos, ijares, riendas. Potros, alazanes… Si bien, determinar el objeto radical del mundo poético operante en la obra de Bedoya supone encontrarse con la muerte —a caballo— cabalgando, no nos extravía sino que, Bedoya ha escrito este poemario —apartándose sutilmente de otro texto anterior titulado mi padre ojos de caballo (LagOculto Editores, 2010)— con una serie de glosas amplificadoras del discurso: en primer lugar, postula la necesidad de la muerte como un bien terrestre. En segundo lugar, el autor escribe sobre el sentido y valor de la vida o mejor dicho, la necesidad de la muerte, ambos asuntos parecieran surgir como una paradoja frente a la vida del poeta, y de ese modo resguarda una ontología poética en la que se puede decir una realidad que sólo es verdad en tanto se sitúa más allá de sus propios límites:
traigo un rosario de huesos | un sueño muerto que aún
piensa en despertar | pienso en un caballo negro
pastando en mis manos | tengo palabras como piedras |
y mi boca es la de un animal | muerto también | un
recuerdo inventado por los años | alguien cabalgando en
un sueño profundo | un jinete de humo
( [13] un recuerdo inventado por los años, p.25)
Bedoya, tomando la muerte como existencia poética, la reescribe sagazmente, en respuesta a una necesidad de construcción formal a través de un lenguaje sencillo, elegíaco, pero, eso sí, con un rigor de palabras que encajan precisas en el lugar exacto para dar lugar a la poesía. No es difícil seguir el desarrollo orgánico del quehacer poético de nuestro autor, pues en su data ha estado empleando casi los mismos procedimientos de su poesía anterior, aunque a veces, cambia ligeramente un sistema expresivo, pero vuelve a su cauce, casi como una necesidad o patria, variando de este modo el constructo de la expresividad del hablante poemático:
esta melancolía terrestre | mi hueso terrestre | nada
saben de la carne sin sangre | nada puede quedar de mi
calavera | mi polvo terrestre | nada queda de la vida |
salvo los caballos de la muerte | irrumpiendo como
sueños | violentas humaredas | saliendo de un pocillo
oscuro y profundo | terrestre
( [14] humaredas de un pocillo oscuro y profundo, p.26)
Creo que en la perspectiva de viaje, Terminal terrestre no es otra cosa que la representación, la simbología (Debemos pensar que todo símbolo, en cuanto signo, evoca una realidad que trasciende el objeto simbolizante y comporta un sentido oculto y misterioso que apela al fondo irracional del inconsciente, del sentimiento y la emoción. Por ello, en el término simbolizante no se podría percibir con absoluta certeza —ni tan siquiera el poeta, pensando sobre el caballo y la muerte, los podría percibir con exactitud— el verdadero término o concepto simbolizado, tal vez ahí radique la valía y la significancia de la poesía) de un cementerio, el paradero final, ese sitio donde todos vamos a llegar, tarde o temprano, es por eso que aquí, en estos versos, están escritos los signos únicos de la vida. En esta poesía habita la voz que esperamos nos llame y nos pueda guardar desde una reminiscencia insegura y a la vez contundente. Caballos. Cabestros, galopes, relinchos, aparejos, crines, grupas, cascos, bridas, espuelas, belfos, ijares, riendas. Herraduras. Potros, alazanes. Los caballos de la muerte. Una reescritura de la vida, de la poesía misma. Aquí en estos brevísimos poemas ocurre un espacio interior que nos gobierna y al que volvemos cada vez que llega o se quiere ir la vida, justamente para hallar las palabras necesarias y rotundas. Quizá por ello la obstinación de estos poemas no se detiene tanto en la muerte como tema y variación de la plenitud en la sucesión de los días, aquí la muerte actúa solamente como el mecanismo oculto de esas intrincadas mutaciones de la vida, como una recóndita representación que posee la certeza de nuestro destino, de nuestros días finales: la siempre condición humana, porque la muerte no es sino otra forma de vida lejos de la vida. Lejos de aquellos potros apocalípticos, sombras de bárbaros atilas.
Walter L. Bedregal Paz (Tacna, Perú, 1965). Ha escrito, entre otros libros, Mi hermana menor (cuento), Pamoslake (cuento). Ha preparado la Antología de poesía puneña: Aquí no falta nadie. Tiene en preparación una colección de cuentos y lo que será su primera novela; además, acaba de concluir una muestra de poesía peruana. Actualmente dirige la revista de literatura La rama torcida. A través del sello editorial Hijos de la lluvia viene preparando los libros (21) que conformarán la colección Letras de la poesía latinoamericana que incluirá la misma cantidad de autores de habla hispana.
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