martes, 11 de enero de 2011
Eva
Escribe: darwin bedoya
No fue simple curiosidad lo de la manzana. Fue la venganza que me hizo buscar el bendito jardín. Estaba sola. Tú en tu mundo y yo en la nada. Te juro que al verlo delante de mí quedé presa de tanta belleza. Es verdad, hasta tuve que inventarme una serpiente, con tal de que nadie piense mal de mí. Hoy todavía conservo en un sabor de rojas manzanas perdiéndose en mis manos.
Comiendo las mismas manzanas, una tarde, tuve que aceptar que siempre sería un ave de paso. Un instante de compañía como nuestros hijos. Caín fue mi hijo predilecto, tú lo sabías. En cambio Abel toda su vida quiso ser como tú: justo, decoroso, tierno, dadivoso y toda una larga lista de aquellas cosas que las aprendió de ti. Ni siquiera se atrevía a robar un pequeño cordero. Pero ya ves, los justos, decorosos, tiernos y dadivosos no pueden vivir mucho tiempo. Esta tierra no está hecha para ellos. Es verdad. Mírame a mí por ejemplo, me quise esconder de todos, hasta de Dios. Y nada pude hacer. Las manzanas estaban todas peladas.
Ya no fecundare contigo la tierra. Ya no serás el padre de mis otros hijos. Ya no comerás manzanas conmigo. Lo harán mis hijos, los otros que jamás podrán decir tu nombre. Los que ni siquiera imaginarán que un día pudiste haberlos llamado Caín, Abel… Tampoco inventare serpientes. Ni saldré desnuda y huyendo de ningún paraíso. Jamás sabrás lo que pensó mi piel. No sabrás qué tipo de luz traspasó mi pecho bajo las nubes que se amontonaron sobre mi tienda. Nunca sabrás que tuve que llorar setenta años seguidos viendo caer las manzanas maduras en un jardín cultivado por mí misma. Allí me acabaré, día a día, viendo envejecer a otros caínes que siguen robando corderos a unos tontos abeles que ya no serán mis hijos, menos los tuyos.
Ahora, oscuros pájaros trazan tormentas en este cielo. Desnudo mi pecho. Serena la mirada y, mi olvido más tranquilo que nunca, arde y deja una alta humareda que seguramente llega hasta ti. Corazones mojados. Terrible la memoria de aquel pastor apaleado y muerto. Acabado y lanzado al estercolero como una manzana podrida. Era tan hermoso este jardín que ahora se borra, se deshace muy explícito en el centro de la borrasca y me da asco hablar de serpientes. Ahora mismo me arrancaré, de cuajo, todas tus costillas. Tal vez exista un dios en algún cielo. No quiero ni pensar en otro paraíso.
María Magdalena
Galilea era un pueblecito sosegado y casi enterrado en el olvido. Todas las mujeres vivíamos encerradas en nuestras casas. Éramos casi niñas, pero ya sabíamos distinguir a las gentes buenas de las malas. Por eso, el día que te vi junto a Pedro y Juan, supe de inmediato que algo pasaría entre nosotros. En tu forma de mirar pude notar que algo te interesaba de mí. Hasta llegué a imaginar unos sutiles guiños de tus ojos caramelo. Señor, no me he olvidado aún: nuestra historia empezó la noche que te cobijé en mi casa. Aquella tarde, casi al caer la noche, llegaste con tus discípulos. Estabas hambriento y sediento. Buscaste en mi pozo el agua fresca y cristalina que no pudiste encontrar en los desiertos. Aquella noche te esperé impaciente en mi alcoba. Supuse que vendrías. Y viniste. Como un loco de atar me arrancaste los vestidos. Luego dejaste caer tu empolvada túnica y, poniendo tus suaves manos sobre mis labios, dijiste que el cielo era nuestro. Dijiste mi nombre, lenta y suavemente. Yo, un poco ruborizada y ardiente también, siguiendo tu encanto, apagué las luces de los candiles. Sentí tus barbas raspando mis endurecidos y pequeños pezones. Y también dije tu nombre, despacio, muy despacio…
Antes del amanecer, agotado y silencioso, te levantaste de la cama. Arreglaste tu larga cabellera. Me diste un beso húmedo. Arreglaste tu barba. Te marchaste con una túnica opaca y sin decir adiós. Once de tus apóstoles te esperaban impacientes. Yo me quedé pensativa y con la emoción hasta los topes, temblando. Qué más podía ser: toda la noche viajamos sobre alas blancas y llegamos a un paraíso azul. Llegamos al mismísimo cielo más de cuatro veces.
Señor, esta muchacha te estaba aguardando, ella era para ti, mucho antes de venir a este mundo, ella era tuya. Señor, esta criatura era sólo una niña que sabía poco o casi nada de tus extraños rituales. Pero aunque esa noche casi fuiste mi dios, tengo bien aprendido que me concediste la dicha de amar como pocos mortales podrían hacerlo. Me hiciste la mujer que ahora soy.
Señor, han pasado los días, los meses, y hoy, viéndote desde aquí, siento que te amo igual. Tal vez por eso, cuando me contaron que ayer te vieron llevando, a toda prisa, clavos y un madero hacia algún lugar imaginé un montón de cosas.
Ahora estoy aquí, en el Gólgota, viéndote disipado, crucificado. Tú en tu cruz y nosotros en este suelo terrenal, aquí donde tus pies, al tercer día, podrán caminar otra vez sobre los pastos rojos y las piedras del camino. Pero escúchame un momento, Señor, mira este vientre abultado que todavía llevo conmigo. Contempla los pechos hinchados y húmedos que tengo. Mira cómo me saltan lágrimas por ti, Señor, mírame y dime lo mismo que aquella noche en esa alcoba, dime que nunca más podremos dejarnos. Porque he empezado a contar cada uno de los viajes que no hicimos. He empezado a contar tus besos en mi espalda. He empezado a despertar con los ojos anchurosos de tanto soñar contigo, con el cansancio de verte llegar sediento y cubierto de polvo. He soñado tanto con el cansancio de currar tus manos ahuecadas, tus pies ahuecados. Tu cabeza espinada. Quiero limpiar tu sangre seca. Quiero verte a solas otra vez. Sé que ya no tendré que apretar esta panza abultada para que nadie vea cómo crece un poco de ti en mi vientre. Sé también que tendremos otras noches interminables. Por eso, antes de que empieces ese viaje que ya llevas retrasado, dime, Señor, ¿qué nombre le pondremos a este hijo que ya te empieza extrañar?
* “Eva” y “María Magdalena”, pertenecen a la sección “Bíblicas”. Son microcuentos incluidos en el libro que el autor tiene en prensa: “Electra machina”
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