domingo, 11 de julio de 2010

Penélope


Cuento

Escribe: Darwin Bedoya

Penélope se levanta en la media noche de las eternas horas en Ítaca. Contempla aterrada el costado vacío de su cama, y su rostro cambia notoriamente. Si alguien pudiera verla como yo, entonces sabría que tiene unas rojas alas de mariposa tropical, unas alas llenas de angustia, melancolía y, especialmente, unas enormes alas colmadas de odio. Ellas producen un tenue vaivén que al final, parece ser lo único vivo en ella. Ensancha su mirada por toda la alcoba y no puede comprender un antiquísimo «volveré pronto» que hasta hoy no se atreve a llegar hasta sus oídos. Hace tantos años que él se fue y hace tantos años que le prometió, a Penélope, volver un día.
Las primeras aflicciones que desconcertaron su pecho, aparecieron cuando le pidió a la vieja Euriclea que hiciera dos desayunos en vez de uno. Los segundos dolores, de hace muchísimo tiempo, fueron cuando no tuvo con quién discutir por el color de una túnica, el costo de unas sandalias y la compra de un manto de piel de ciervo. Las terceras dolencias, de incontables minutos, se presentaron cuando nadie respondió a su llamado desde su aposento de reina.
Parece que sus penurias la están cambiando demasiado. Ahora, por ejemplo, está pasando algo grave. Los rumores en el palacio dicen que está excediendo en sus arreglos faciales. Dicen que su maquillaje representa un excesivo gasto cuando, al fin y al cabo, nadie puede verla así de bella. A veces se pasa días íntegros frente al espejo. A veces se extravía en su razón porque algunas sirvientas han contado que habla sola en su habitación. Dicen que a menudo se responde a sí misma cuando pregunta a las guisanderas, qué quiere para cenar.
Cuando sale a contemplar el mar, a veces finge mirar más allá de las azules aguas. Aparenta alegrarse cuando dice que una columna de embarcaciones surca el mar y hace preparar banquetes exclusivos para los valientes que vuelven de Troya. Porque finge al decirle a Telémaco que consultará con el Rey. Finge preguntarle al viejo Argos si su amo está bien, si le habrá gustado la cena de ayer. Pero no es cierto, Penélope está lejos de perder la razón. Porque, en el mundo, no hay mirada más lúcida que la de ella. No podría haber ojos más astutos que los de ella, especialmente en la media noche, cuando Telémaco llora por la ausencia de su amado padre.
Ella celebra que su táctica nunca será descubierta. Pero ya no podrá seguir luciendo ese rostro «desconsolado». Porque si, como yo, echaran un vistazo a Penélope, sabrían que después de la media noche, cuando ha terminado de destejer los lienzos, sus alas, en vez de rojas, empiezan a desplegarse azules y vertiginosas. Si alguien pudiera verla como yo, sabría que desde hace años ella desciende hasta «nosotros», siempre en las noches, volando, desde lo alto del palacio. Pero lástima, eso lo sabe únicamente un temeroso pretendiente al que le negó esos ardientes favores que a los demás, cada noche, regala impetuosamente.

Cuento inédito. Darwin Bedoya del libro "Muñecas de ceniza"

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