Escribe: Juan Bustamante Dueñas | Cultural LOS ANDES
Al escribir la historia de las costumbres de los indios del Perú, he tenido por principal objeto, poner de manifiesto el estado de cultura en que se encuentran los pueblos del interior; para que de los hechos se deduzcan as necesidades de la nación, y los poderes religiosos, políticos y legislativos, den leyes adecuadas y adopten disposiciones justas, y sepan el estado de civilización en que se encuentran los individuos para cuyo adelanto se toman providencias muchas veces inconvincentes, extemporáneas, irrealizables.
La nación peruana no es la asociación de los individuos moradores de la costa del Perú, no son esos pueblos solos los que constituyen la república: la nación tiene pueblos numerosos en el interior, esos pueblos son de indios; de indios que tienen necesidades, de hombres, a quienes los gobiernos no deben abandonar sin proporcionarles los medios de que han menester para la realización de sus fines morales, políticos y religiosos. La nación es constituida por un crecido número de indios excedentes a la raza blanca moradora de las costas del pacífico; los indios tanto como los blancos, contribuyen a sobrellevar las cargas del Estado, pero como ellos no gozan de las mismas garantías individuales, de los mismos derechos.
Los indios en el Perú, no han sido, ni son en la actualidad los hombres libres, los ciudadanos de los pueblos; antes sí los esclavos envilecidos de la raza naciente, los parias del Perú, el blanco de los abusos de las autoridades religiosas y políticas, las víctimas humildes del sable del militar. Siempre humillados, siempre despreciados, arrastran la cadena del esclavo que para siempre debiera haber rodado a los pies de la patria en los campos de Ayacucho, sus pueblos arruinados, el embrutecimiento y el atraso; van cada día en peor estado, sus lágrimas no dejan de verterse, sus hogares no han dejado de ser allanados, sus pueblos se explotan y saquean; víctimas de los abusos hasta de sus curas, no pueden considerarse libres: ellos y sus hijos han sido los que el látigo del amo haya cesado de infamarlos: siempre súbditos, nunca gobernantes, han carecido de oportunidad, para expresar sus necesidades; mientras que los mistis han monopolizado todos los puestos públicos.
En situación tan dura, no pueden menos que vivir aguardando el momento de sacudir el yugo; y por eso los vemos luchar encarnizados en cada una de las guerras civiles; por eso los vemos crueles, al castigar a sus enemigos y opresores; por eso han tenido lugar las sangrientas escenas que frecuentemente se han representado, y en cuya realización se han encontrado circunstancias inauditas.
Tristes y abatidos por la humillación, les vemos alejarse del ruido de las ciudades, y de la sociedad de los mistis para sustraer a sus hijos de la esclavitud a que están condenados, sin más que haber tenido la desgracia de nacer indios; huyen de los blancos y van a buscar asilo en lo más profundo de los valles, en las nevadas cúspides de los montes, en los friolentos y mortíferos bofedales de los andes. Allí, abandonados de la sociedad, con la frente humillada, casi desnudos; ahí nacen sus hijos, y mueren sin más idea de nación y de leyes, que las que han podido sugerirles sus padecimientos en el ejército o bajo la tutela de un blanco que se apropia de ellos para reducirlos a la condición de esclavos.
Si tienen propiedades, éstas se hallan a merced de la rapacidad del gobernador, del alcalde y del cura, que de tiempo en tiempo hacen sus incursiones para enriquecerse a costa del sudor y del trabajo de los indios. Sus producciones, acumuladas a fuerza de sacrificios, y para cuya consecución se ven obligados a luchar con la tempestad que atruena cerca de sus solitarias estancias, con las torrenteras que se desprenden iracundas desde las cimas de los montes, contra la perpetua nieve que arrasa sus sementeras y se estaciona en sus campos; esas producciones adquiridas a costa de sufrimientos y trabajos son arrebatadas por sus opresores por una cantidad de dinero que jamás pueden ser el precio de ellas; si la guerra necesita de soldados, ya se sabe que los indios serán los escogidos para el matadero, a que se les obligará a concurrir después de hacerlos pagar algunas sumas para el sostenimiento de la misma guerra.
Ellos, sus llamas, sus paccochas y en suma todo lo que legítimamente les pertenece, están a merced de los ladrones; es decir de los mistis autoridades; de esa falange de pillos descarados que acumulan riquezas y gozan satisfechos del trabajo y de las lágrimas de los indios; a quienes se trata de mantener en la ignorancia vergonzosa, a quienes se humilla y reduce a la condición de brutos.
¿Puede darse crédito a mi narración, cuando la escribo en el siglo XIX, en el siglo de la civilización, del progreso, de la igualdad y de la libertad, en el siglo de la república y de la democracia, en el siglo de las reformas?
Al escribir la historia de las costumbres de los indios, no he podido menos que enjugar lágrimas de compasión, arrancadas de mis ojos al concebir sus padecimientos y el llanto de esos infelices seres a quienes considero iguales a mí. ¡No desprecies lector esas lágrimas; porque si no merecen estimación al desprenderse de los ojos de un peruano; pensad que son las lágrimas del que escribe: y llora con los ojos que vio los padecimientos de los descendientes de un soberbio imperio: yo, cuya vida se deslizado hasta hoy, entre esos desventurados, he tenido el pesar de asistir a algunas de sus fiestas, y presenciar las escenas ridículas de que me ocupo en esta obra; escenas que revelan el estado de atraso y embrutecimiento en que se encuentran!
La tradición y el por qué de sus prácticas han llegado a mí, de los labios de los mismos indios ancianos, quienes me enseñaron a comprender la quichua, en cuyo idioma dulce y sentimental me contaban sus padecimientos, cuando en las friolentas noches solía yo ir a sentarme a la puerta de sus humildes cabañas a solicitar la narración que me hacían, mientras la luna reflejaba su pálida luz, hacía brillar la nieve que cubre las cimas de los montes inmediatos.
Yo he presenciado los bautismos, matrimonios, defunciones, he visto las cárceles habitadas por indígenas a quienes castigaba sin justa causa; he visto talar sus campos, y más de una vez he deplorado como ellos el descuido e inacción de los gobiernos, el despotismo militar, los escandalosos abusos de los mistis-autoridades, y las consecuencias de leyes y disposiciones adoptadas sin previsión, sin conocimiento del estado de los pueblos, sin equidad ni justicia. Por estas razones, y porque en la república existen hombres que como yo han sido testigos oculares, y saben la lastimosa historia de los indios, me creo con derecho a ser creído, y a exigir de los gobiernos la atención que se merecen los padecimientos de los hijos del sol.
Cuando en la primera entrega, relato las costumbres de los curas, deploro sus abusos, no lo hago con el objeto de procurarles sus desprestigio; pretendo sí, que estos procuren reformarse; y que los obispos, atendiendo a la necesidad de una reforma en las divisiones parroquiales, y en el clero, traten de abreviar su realización, para que los pueblos no sufran por más tiempo los abusos de que son víctimas; pido para los pueblos ignorantes, sacerdotes ilustrados; quiero que se difunda por toda la nación el Evangelio, a quien considero como el mejor medio de civilizar al pueblo, y hacerlo dichosos animándolo con la moral y la verdad; quiero que la oscuridad y la ignorancia cedan el puesto a la luz y al progreso a que está llamada la sociedad, anhelo hombres para el mundo, no seres degradados ni embrutecidos; por eso solicito la instrucción.
Como quiera que la historia nos presenta los fértiles campos, enrojecidos con sangre, las encumbradas cimas, las llanuras, los profundos valles, las heladas cordilleras, todo ensangrentado; ¿y con qué sangre? ¿Es acaso sólo la de los tiranos de la patria, es la de los enemigos de la libertad? ¡No! Esos cúmulos de huesos que se alzan sobre los campos de batalla, salvo los que legaron los padres de la patria, y en que se hace difícil enumerar las víctimas ¿son por ventura las pirámides de gloria con que puede honrarse la nación? ¡No! Esos cráneos empolvados, esa sangre que aún humea, es peruana; ha sido derramada en luchas fratricidas, la ambición y la empleomanía han conducido millares de víctimas hasta esos campos; hasta ponerlas bajo el imperio de la muerte.
Los indios han vertido siempre su sangre, pero jamás han recibido la recompensa de su valor y esfuerzos. Oprimidos por las autoridades, han estado aguardando la vez de emanciparse; por esta razón la voz de los revoltosos, las imprecaciones de los demagogos, ha encontrado acogida entre los pueblos; entre los indios que son los soldados del ejército, que son los que en el campo de batalla no tiemblan a presenciar del peligro, y que luchan hasta morir o salir triunfantes.
Los abusos frecuentes y el despotismo de las autoridades subalternas han dado lugar a infinitas y trágicas escenas; de la narración de las que más atención merezcan, por sus trascendencias, me ocuparé detenidamente, suplicando al lector que perdone mis fallos y opiniones, cuando se trata de la calificación de los hechos; teniendo presente que procuraré sólo hacer justicia; sin que el provincialismo, ni el espíritu de partido, puedan hacerme variar de objeto, ni prodigar incienso a los ídolos de mis pasiones. La verdad en la narración, la justicia en la calificación de los acontecimientos: tales son los objetos que me he propuesto.
No pretendo escribir la historia del Perú, para cuya obra son necesarios innumerables documentos, escribo la historia de las costumbres de los indios; y cuando tomo algunas veces la historia de la nación para referir algunos acontecimientos que en ella deben consignarse, lo hago persuadido de que el señor Lorente y otros historiadores les han pasado superficialmente, como se nota en sus obras.
Ojalá que el gobierno, a quien están encomendados la guarda de los derechos de los pueblos, el buen orden público, el porvenir de toda la nación, atendidas las necesidades de los súbditos, acuda a satisfacerlas inmediatamente, procurando adoptar las reglas de gobierno que damos al fin de esta obra, en cuanto ellas merezcan; pues son reglas nacidas de las mismas necesidades y de los mismos acontecimientos que se refieren. De esta manera se conseguirá poner un dique al desborde a que se encaminan los pueblos, se evitará la ignorancia que es uno de los peores males que han afligido y afligen a las sociedades; civilizadas las masas, y conociendo cada individuo sus deberes sociales, las peroratas de la demagogia no encontrarán jamás acogida, el hombre libre, reconocerá sus deberes, aprenderá a cumplirlos; y la felicidad será en adelante el distintivo de la nación.
Preciso, urgente es trabajar por la libertad de la raza indígena; no sólo el gobierno debe procurar esto; todos los individuos que de él dependen deben trabajar incesantemente por unificar su política y sus relaciones con esa raza numerosa; y hacer que los blancos todos, procuren armonizar sus costumbres con las de los indios, destruyendo el error, las supersticiones y los abusos por medio del ejemplo y de la buena doctrina.
Existen muchas razones de conveniencia pública, para obrar en este sentido, y procurar la reforma de las instituciones sociales. ¡Ay de las autoridades que abusan de la situación de los indios, y no modifican su conducta! ¡Ay de los blancos que someten al indio a la esclavitud y al sufrimiento! ¡Ay de los sacerdotes que en posesión de los medios para difundir la moral y formar caritativos corazones, dejan a sus feligreses sumirse en la vergonzosa ignorancia, y dejarse arrastrar por sus torpes instintos, por sus temibles pasiones! ¡Ay, en fin, de los gobernantes que no escuchan las quejas de los súbditos, y los mantienen bajo la tutela de los blancos, sometidos al yugo de los tiranos y a merced de los ladrones!
Cuando los indios cansados de sufrir levantan su abatida frente, cuando al grito de guerra tiemble la costa del Perú, y los muros de su capital se estremezcan, los lugares de recreo se bañen con sangre; entonces sólo se reconocerá el poder de los pueblos, la robustez de la mano indígena, que arrasando los monumentos de la civilización, coloca sobre sus ruinas, y edifica sobre los cráneos de los blancos el trono donde deba reinar en lo sucesivo una libertad salvaje, a quien aún hay tiempo de engalanarla, con la justicia y las reformas de que han menester los pueblos para su engrandecimiento y tranquilidad posterior.
(*) Introducción a la Historia Antigua del Perú. Lima, 1922, Prólogo, p. 83-92. texto de 1867. Seleccionada por el Dr. José Tamayo Herrera en “El Pensamiento Indigenista” Francisco Campodónico F. Editor, Mosca Azul Editores.
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