jueves, 5 de agosto de 2010
Poema de Gilgamesh: El conflicto del héroe
Guillermo Aguirre Martínez
Universidad Complutense de Madrid
guillermo-aguirre@hotmail.com
Resumen: Una amplia mirada que abarque la evolución sufrida por la literatura occidental, nos descubre una trayectoria cuyo punto de partida consiste en el enfrentamiento cara a cara del ser con la muerte, como puede observarse en el Poema de Gilgamesh. Este recorrido posteriormente atraviesa un segundo estadio en el que el individuo ha de enfrentarse con unas primeras estructuras culturales, tal y como pueden comprenderse los mitos griegos dibujados por Homero. Un tercer estrato nos mostraría al héroe encarando dichas estructuras encarnadas ya en valores más concretos, perfectamente observable en la tragedia clásica, donde la pugna entre el individuo y el estado perfila ya muchos de los problemas fundamentales que acosan al ser humano en nuestros días.
A través de estos estadios vamos a observar un proceso de solidificación, de consolidación de la razón y el poder, que va a encontrar su respuesta literaria en la impotencia de un héroe irrisorio, vacío ya de destino, sin peso, engullido por una sociedad carente de valores, tal y como acontece en la comedia clásica.
Esta curva que une lo trágico a lo cómico, lo necesario a lo indeterminado, queda ya bien definida a través de estos primeros textos surgidos con la civilización occidental, desde Gilgamesh a la comedia greco-romana pasando por los textos bíblicos, Homero, la filosofía presocrática, la tragedia griega y algunos otros escritos fuertemente arraigados a una filosofía determinada esenciales para comprender el rumbo de nuestra cultura.
Este trabajo tratará de explicar la situación comentada evidenciando, cuando resulte pertinente, las similitudes existentes entre el pensamiento que nutre dichos textos fundacionales y los derroteros de nuestro presente y pasado más inmediato. Considerando la lucha entre el ser y la nada como el motivo nuclear de esta dimensión trágica del ser humano, se prestará especial atención al Poema de Gilgamesh por constituir éste el texto más vacío, puro y, por lo tanto, capacitado para ser dotado de significado en cualquier época y civilización.
Palabras clave: Poema de Gilgamesh, héroe, épica, tragedia, comedia.
1. Introducción
El Poema de Gilgamesh, frente a obras como La Ilíada, la tragedia griega o los relatos bíblicos, tiene la particularidad de desarrollar su argumento sobre el hecho trágico en sí mismo. A diferencia de la historia de Abraham, de Edipo Rey o del Prometeo de Esquilo, donde las reflexiones en torno al destino del hombre se exponen mediante tres bellas narraciones que van a ir desvelando a los protagonistas el sentido trágico del ser, en Gilgamesh vamos a presenciar que dicha meditación cobra forma a través de un argumento que consiste en el descubrimiento de esa misma realidad. Es decir, idea y experiencia convergen en cuanto que la acción narrada consiste en la toma de conciencia del héroe de su naturaleza mortal.
La angustia de Gilgamesh, al contrario de lo observado en Job, Abraham o los héroes que nos presentan Esquilo y Sófocles, no encuentra su raíz en el saberse sometidos a los deseos de un dios o dioses. Por encima de todo conflicto natural, como pudieran ser los obstáculos que la naturaleza le impone o su revelación de lo limitado de la naturaleza del ser - precisamente a él, quien como rey de su pueblo era considerado en sus dos terceras partes de naturaleza divina -, Gilgamesh siente el peso de la muerte de modo similar al manifestado por los existencialistas del pasado siglo atendiendo a la visión del hombre como un ser condenado a ser libre pero sometido a la incertidumbre o al terror de que dicha libertad provenga de la falta de una deidad que le sostenga tras la vida. Esta misma angustia es la que encontró Aristóteles en las tragedias de época socrática - para nosotros únicamente Eurípides -, en las cuales el progresivo proceso de racionalización de la cultura helena concedía al héroe trágico mayor libertad de la que podemos observar en las obras de Sófocles y, sobretodo, de Esquilo.
Personajes como Job, Jeremías o Edipo, ven restringida su libertad sin que en nada se vea mermada su esperanza en una vida ultraterrena propiciada por el mismo ser que les imposibilita la libertad vital. Es más, el sometimiento a una determinación divina por lo general rigurosa, va a posibilitar la futura salvación del individuo. Kierkegaard señaló que lo trágico encierra en sí una dulzura infinita, concepto no aplicable a las diferentes definiciones que sobre el destino trágico del ser vamos a encontrar a lo largo de la historia del pensamiento.
Frente al determinismo vital de un Esquilo o la exigua libertad que puede manifestar el hombre para el personaje bíblico u homérico, vamos a encontrar en las concepciones atomistas una corriente más fatalista si cabe, pues éstas, pese a surgir como un intento de reconciliar al héroe con las convenciones sociales, terminarán por ahogar más al individuo como consecuencia de su visión negativa ante la posibilidad de una vida ultraterrena.
El objeto del presente trabajo va a consistir en el estudio de las diferentes concepciones de heroicidad a lo largo de la antigüedad basándonos para ello en el Poema de Gilgamesh como núcleo aglutinante, en los textos homéricos, Píndaro, Empédocles y los filósofos presocráticos de la naturaleza, la tragedia griega, Lucrecio y dos relatos bíblicos - las historias de Abraham y Job - como focos secundarios; así como en diversas fuentes extraídas en su mayor parte de la literatura clásica que servirán de apoyo y complemento a las anteriores. Todo ello, y con el fin de no observarlo como un resto fosilizado perteneciente al pasado de nuestra cultura, va a ser puesto en relación con problemas actuales que pueden encontrar una respuesta o al menos una guía en las cuestiones estudiadas.
2. El Poema de Gilgamesh
En 1853, Hormuzd Rassam, en sus trabajos para la misión arqueológica inglesa, descubrió el palacio de Asurbanipal, en cuyo interior se encontró una impresionante biblioteca compuesta por más de 25.000 tablillas cuneiformes que contenían la mayor parte del acervo cultural mesopotámico. Entre estos tesoros artísticos se hallaron el Poema de la Creación y la Epopeya de Gilgamesh.
A raíz de tal descubrimiento, se realizaron importantes progresos de cara a resolver las claves de la escritura cuneiforme, lo que años después permitió a George Smith ordenar y traducir todo el material que en su conjunto constituía el Poema de Gilgamesh.
Este poema no constituyó en sus orígenes una unidad argumental, sino que se compuso mediante la yuxtaposición de diversos textos sumerios en torno a dos ciclos épicos diferentes: uno de ellos de naturaleza fantástica y con Enkidu como héroe de la narración; el otro, creado a partir de hechos de carácter realista, tendría por protagonista a Gilgamesh, quinto soberano de la I Dinastía postdiluviana en la ciudad de Uruk - en las proximidades del Golfo Pérsico - alrededor del 2650 a. C.
Los ciclos poéticos tanto de Enkidu como de Gilgamesh, en un principio pertenecientes a la tradición oral popular, fueron recogidos por los paleobabilónicos, quienes pudieron traducirlos del sumerio al acadio ya en el segundo milenio - 2100 a. C. - 1800 a. C. Aprox. -. El poema fue reelaborándose a medida que avanzaron los siglos hasta adquirir su forma definitiva ya en manos de los asirios, considerándose la fecha tope de esta última etapa el 650 a. C.
Esta continua evolución y reelaboración surgida en un primer momento de la tradición oral, aunada a la preferencia por el anonimato de la antigua literatura mesopotámica, imposibilita la tarea de hallar un autor individual, siendo éste en primer lugar el colectivo social y, en segundo, un gran número de escribas y poetas que participaron a lo largo de casi dos milenios en su elaboración hasta que el poema alcanzó su forma definitiva.
A lo largo de este amplio periodo cronológico, la obra se expandió por diferentes territorios gozando por lo común de gran consideración. Su influencia en los textos bíblicos resultará innegable, mientras que su trascendencia en la literatura helena se vio restringida con motivo del desconocimiento de los caracteres cuneiformes entre los autores grecolatinos. Posteriormente, los textos quedaron olvidados y enterrados hasta su redescubrimiento a lo largo de los siglos XIX y XX.
El poema consta de doce tablillas y en ellas se van a narrar las aventuras de Gilgamesh, déspota de Uruk, representante del hombre civilizado, quien, en uno de los primeros pasajes significativos, va a enfrentarse a Enkidu, encarnación del hombre salvaje. Tras el proceso civilizador que éste va a experimentar al quedar enamorado de una hieródula, y después de haberse enfrentado a Gilgamesh, quien le derrota - victoria de la civilización frente a la naturaleza salvaje -, los dos héroes se dirigen al Bosque de los Cedros, donde han de batirse con el gigante Khumbaba. Una vez cumplida su tarea, se encontrarán con la diosa Ishtar - Venus en la mitología latina -, quien enamorada de Gilgamesh y siendo despechada por el héroe, decide vengarse pidiendo ayuda a Anu, su padre, que creará el Toro Celeste con el fin de acabar con los protagonistas. Sin embargo Enkidu va a vencer al Toro y, a continuación, colérico, cometerá una terrible ofensa contra la diosa. La afrenta del ser humano contra una divinidad provoca la ira de los dioses, quienes no decidiéndose a acabar con Gilgamesh, pues en sus dos terceras partes es de naturaleza divina, deciden hacerlo con Enkidu.
Hasta aquí los siete primeros cantos. A partir de este momento, Gilgamesh, aterrado por el descubrimiento de la muerte, emprende una atormentada huída en busca de la inmortalidad. El poema pasa a convertirse en la expresión de un grito de ansiedad y terror de marcado carácter existencialista. En su necesidad de encontrar la Vida, recorrerá tierras, atravesará montañas nunca antes alcanzadas por hombre alguno, va a surcar el mar en la barca de Urshanabi, sin embargo, nadie puede señalarle dónde se encuentra Enkidu ni cómo puede evitar él mismo el destino que ha sufrido su compañero. A continuación buscará a Utnapishtim, único superviviente del Diluvio Universal, a quien le fue concedida la inmortalidad por los dioses a fin de perpetuar la especia humana; éste, para comprobar si Gilgamesh es capaz de alcanzar la inmortalidad, le somete a una prueba consistente en aguantar siete noches sin dormir. Gilgamesh, agotado, cae dormido a las pocas horas. Derrotado, acaba por retornar a su hogar. Sin embargo, a instancias de la esposa de Utnapishtim, averigua que bajo las aguas de un río existe una planta milagrosa que concede la eterna juventud a quien la posee. Gilgamesh logra alcanzarla, pero, para su desgracia, una serpiente se la roba y el héroe regresa de nuevo a Uruk. La duodécima tablilla consiste en una versión acadia que copia un episodio sumerio y fue añadida al poema con el fin de darle un final menos brusco. Esta tablilla añade nuevos elementos y acaba señalando cómo Nergal, dios de los infiernos, permite a Enkidu salir por un agujero abierto en la tierra y encontrarse con Gilgamesh, quien va a quedar abatido cuando Enkidu le relata la terrible condición del ser humano, «Mi cuerpo, que tu corazón se complacía en tocar, jamás volverá ante ti, los gusanos lo devoran como a un viejo vestido. Mi cuerpo, que tu corazón se complacía en tocar […] está lleno de polvo, como las grietas del suelo». (Lara Peinado, 2005: 188).
El texto puede ser interpretado en función de diversos enfoques. Al igual que ocurre con todos los escritos fundacionales, el simbolismo del texto va a ser múltiple y remite a un deseo de ordenar la realidad. En este tipo de obras vamos a encontrar características propias del grupo social que ha originado el texto en cuestión así como antropológicos culturales que van a ser apreciables, en nuestro caso particular, en el pasaje que relata el tema del diluvio. Pese a que no va a ser este último el enfoque de nuestro trabajo, pues se va a ceñir a comentar el espíritu trágico del héroe en diversos textos de la antigüedad - lo que nos obliga a centrarnos en las tablillas que describen la angustiosa búsqueda existencial de Gilgamesh -, comentaremos a continuación y de manera somera el origen de este tema, siendo de especial interés para nosotros por la importancia que toma en el texto bíblico.
3. Breve comentario en torno al Diluvio Universal
En 1872, George Smith, a quien aludíamos anteriormente por su labor en la reconstrucción del Poema de Gilgamesh, logró descifrar unas tablillas procedentes de Nínive en las que se relataba una terrible inundación que había arrasado a toda la humanidad con excepción de unos pocos seres - la familia de Utnapishtim y la «simiente de las cosas vivas de la Tierra» (Lara Peinado, 2005: XCIV) -, quienes habían logrado sobrevivir en una especie de barco gracias a la voluntad divina. Posteriormente, en el año 1929, C. L. Woolley, excavando en las tierras de Ur, cuna de Abraham, observó profundas capas de arcilla virgen que evidenciaban la terrible inundación que habría arrasado a mediados del cuarto milenio a. de C. un área de unos 600 - 700 kilómetros de longitud y 150 de anchura a lo largo del curso bajo del Eúfrates erradicando todo vestigio anterior de vida.
Sucesivos descubrimientos de fenómenos similares detectaron numerosas inundaciones a lo largo de diferentes épocas en todo el territorio mesopotámico. La noticia de estos estragos pronto debió expandirse por múltiples ámbitos a la vez que otras informaciones concernientes a catástrofes ocurridas en diferentes tierras, originando consecuentemente el nacimiento de un mito universal recreado por un gran número de culturas que lo supieron adecuar a sus respectivas creencias religiosas y convenciones culturales. De este modo, el conjunto de estas historias se asoció a una única idea base originando diferentes versiones de un tema común. Así, por ejemplo, podemos observar cómo los supervivientes del Diluvio se refugiarán ya en cuevas o árboles, ya en montes o barcas, en función de la geografía del territorio en cuestión.
Dejamos ya este breve apunte para pasar a continuación a desarrollar el enfoque principal de estas páginas.
4. Figuras bíblicas: Job - Abraham
De entre los relatos bíblicos, vamos a hallar dos episodios que resaltan especialmente por ofrecer una muestra del destino trágico tal como éste se dibuja si no en todos, si en la mayor parte de las Escrituras. Nos referimos al Libro de Job y a la narración del sacrificio de Isaac por parte de Abraham (Génesis 22). Ambos textos ofrecen un postulado que encuentra su fundamento en la esperanza así como en la realización de un sacrificio, una prueba que va a convertirse en baremo de medida con la que Yavé ponga a prueba la fe de sus súbditos.
Si en las figuras de Abraham y Job la esperanza se convierte en la fuerza que les impide desistir de sus acciones heroicas en tanto que ambos personajes acrecientan su figura en la medida en que van a ir acumulando sus pesares, todo lo contrario podremos apreciar en Gilgamesh, quien no aceptará en ningún momento unos designios que sobrepasan su propia voluntad. El héroe de nuestra epopeya va a encontrar su principio motriz precisamente en el estado anímico opuesto al de los anteriores, la desesperación.
4.1 Job
En cuanto a Job, resulta pertinente simbolizar su conducta mediante la explicación que Lacan ofrece al hablar de una falta que sale en busca de su castigo. Pero, ¿cuál es esta falta? Job mismo la desconoce. En todo momento afirma no haber contradicho jamás los mandatos de su Dios; Job exclama «Puro soy, sin pecado, limpio estoy […] y con todo, Él halla pretextos contra mí y me toma por enemigo suyo» (Job 33, 9-10). A lo largo del texto encontramos en él una única acción reprobable: considerar que Yavé no tiene razón al castigarle de tal modo. No obstante continuará esperando, recordándole a su Dios que en nada le ha desobedecido y que ansía el fin de sus dolores, es decir, ansía la muerte, pese a mantenerse firme a la hora de encarar sus sufrimientos. El código ético de Job es riguroso hasta el extremo. El modo de aferrarse a su creencia en una justicia divina llega a sobrepasar paradójicamente la justicia del mismo Yavé. Job increpa a su Señor; sin embargo, pese a reafirmarse en lo inmerecido de sus padecimientos, los sufre como consecuencia de una fe inquebrantable en una moral que sobrepasaría en coherencia a la de Yavé. De este modo, sorprendentemente, la fe que este último espera de sus siervos debería dirigirse no hacia su figura sino hacia una ética de naturaleza no menos divina. Es decir, Job, consciente de su inocencia, sólo puede desvincular la asociación de su Señor a un carácter no bondadoso liberándole de toda culpa, o lo que es igual, lamentándose no de la maldad de Yavé sino de que éste tenga que ser injusto con él, con Job, a fin de que esta injusticia posibilite una justicia de orden más elevado. Encontramos aquí una separación absoluta de planos en la que hallamos por un lado una ley divina y por otro una ley humana. Lo que para Yavé es un único ordenamiento perfectamente lógico y coherente, se torna incomprensible e inhumano para Job, a quien no le basta con cumplir los preceptos que Yavé ha ordenado a su pueblo, sino que debe confiar en que acatándolos satisfaga una idea superior incomprensible para él, aun a costa de ser por ello desgraciado en un plano terrenal e incluso amoral desde una perspectiva social, como también va a ocurrir en el caso de Abraham.
Lo que en Job parece una contradicción entre la ley divina y la humana, en Abraham se transfigura en la creencia de una justicia universal cuya proyección sobre el ser humano demanda que Yavé se autoinculpe a sí mismo pareciendo injusto con su siervo con el propósito de que exista una coherencia absoluta entre ambos planos. Es decir, Yavé podría llegar a ser el principal perjudicado de su propia ética debido a que el ser humano le obliga a enojarse y a tornarse injusto con él a pesar de que su Dios es la bondad en sí misma. Este argumento nos posibilita encontrar la respuesta a la culpa que Job no parece entrever. Job, pese a mantener una conducta irreprochable, no debería haber considerado erróneo que su Dios decidiese probarle o incluso que hubiese optado por exterminarle, pues su Dios es el bien absoluto. El delito de Job es, de este modo, la queja, idea que más adelante aparecerá en las Confesiones de San Agustín, «¿Nos hieres para sanarnos y nos matas para que no nos muramos lejos de ti?» (San Agustín, 1998: 113). Bajo esta perspectiva, la duda se nos representa como una conducta pareja a la maldad. Dado que Yavé proporciona a sus siervos la posibilidad de conocer el bien y les concede la libertad necesaria para actuar conforme a esa idea, cualquier conducta ajena a esa pauta es considerada reprochable; de este modo la duda se convierte en delito. Por lo tanto, la misma idea de libertad obliga al hombre a encadenarse, a no ser libre en su actuación, si es que ansía aspirar a una vida eterna. El hombre, de acuerdo con estas premisas, tiene libertad para actuar en aquello que constituye su realidad, pero carece de ella si su aspiración consiste en ganarse la eternidad. Quien conoce el bien sólo puede actuar de un único modo correcto; sin embargo; quien lo desconoce será considerado culpable por no haberlo buscado pudiéndolo hacerlo, como consecuencia y a pesar de la libertad que Yavé le ha concedido. Por lo tanto, si tenemos en cuenta que quien yerra lo hace libremente y Yavé exige una fe absoluta en sus preceptos, parece comprensible que en su afán por depurar totalmente lo positivo de lo negativo dentro de un maniqueísmo extremo, Yavé dirija sus pruebas a quien aún mantenga su conducta absolutamente intachable.
4.2 Abraham
La respuesta de Job no va a cobrar el matiz heroico que sí en cambio va a ofrecer Abraham. Job resiste los golpes de su Dios mostrando un comportamiento enteramente pasivo. Aguanta los avatares a su pesar, es decir, duda del comportamiento de su Dios; sin embargo no se atreverá a alejarse de él y, más que reprochar la ira divina, suplicará el cese de sus tormentos. Nada que ver con la conducta de Abraham. La figura del profeta, como ya señaló detalladamente Kierkegaard en las páginas de Temor y temblor, se erige como un coloso frente al resto de personajes bíblicos e incluso llega a mostrar un comportamiento heroico que en la tragedia clásica solo va a encontrar paralelo en el personaje de Prometeo.
Líneas atrás señalábamos la incongruencia que, a ojos de Job, existía entre el bien terrenal y el divino. Esta disociación de la idea de bien únicamente podría conciliarse bajo la perspectiva que otorga un conocimiento absoluto, es decir, únicamente Yavé sería capaz de comprender el sentido último de cada acción pues, como señala el obispo de Hipona, sólo Dios se conoce a sí mismo. Abraham, no sólo por su actuación sino también por la fuerza que origina la misma - la confianza absoluta en su Señor -, llega a elevarse en este pasaje a las alturas de la misma divinidad. Dentro del concepto de heroicidad trágica que vamos a encontrar en el Antiguo Testamento, Abraham se nos descubre como la figura más sublime en tanto que siendo su naturaleza humana, su conducta encaja con mayor afinidad dentro de modelos de actuación desmesurados, sobrehumanos. Abraham encarna la negación de la ley positiva humana y, por tanto, la afirmación de la ley divina. El enfoque más apropiado para comentar este pasaje bíblico de acuerdo con los planteamientos de este trabajo es exactamente el mismo que el desarrollado por Kierkegaard, por tanto señalaremos brevemente los argumentos básicos que hacen de su figura un modelo heroico sin entrar en detalles que desvíen la atención de estas páginas hacia temas peregrinos y con la conciencia de que la figura de este personaje bíblico tal y como la entendemos actualmente la tomamos en buena medida de las reflexiones del filósofo danés.
La conducta de Abraham únicamente puede comprenderse desde una erradicación absoluta de la duda. Acercándonos al pasaje bíblico desde un punto de vista más simbólico que literal, habría que entender esta historia como la plasmación del único modo que el ser humano dispone para alcanzar el absoluto; esto es, la fe ciega. No nos detendremos apenas en las múltiples opciones que pudieron plantearse en la mente del profeta a lo largo del camino que habría de conducirle hacia la cima del monte de las tierras de Moriah, pero indudablemente Abraham se hubo de plantear una y otra vez el porqué de la demanda cruel de un Yavé que le exhortaba a sacrificar a su hijo Isaac sin haber cometido ofensa contra él. No obstante, lo esencial de dicha narración es el modo en que el profeta encara la orden que le es dada. Abraham, una vez recibido el mandato, no se detiene en considerar el motivo de dicho reclamo o lo conveniente de su realización; ni tan siquiera piensa en un primer momento si dicha acción es moralmente correcta o deja de serlo. El profeta, en primer lugar, decide obedecer a Yavé, ponerse en marcha y, a partir de ahí, ya tendría tiempo para deliberar todo cuanto considerase necesario aun a pesar de que dichas consideraciones no pudiesen ya influir en su necesaria actuación. Si la duda se dio en Abraham, únicamente pudo acontecer delimitada por dos preceptos esenciales a la naturaleza de su tarea. El primero lo encontramos en su origen y consiste, como se ha señalado, en ponerse en marcha antes de comenzar a razonar cómo debería actuar. El segundo se dirige hacia la resolución de su gesta y apunta a que cualquiera que fuesen las consideraciones de Abraham a lo largo de su recorrido, no podrían influir en la acción a realizar. Entre este punto de partida y este final consabido, preceptos inamovibles ambos, el profeta lógicamente dudaría, se lamentaría, maldeciría su destino, pero en ningún caso podría negar la validez de su tarea, pues esta quedaba en manos de un Yavé cuyos designios sobrepasaban en toda medida los frutos de la razón humana. Frente a este camino intermedio en el que se aloja la angustia y el desasosiego, Abraham tuvo que realizar tanto al comienzo como al final de su tarea, aquella acción que Kierkegaard consideraba un salto al vacío, un salto de fe que, a ojos de su Dios, se mostraba como el único medio disponible para alcanzar el absoluto. Este modo de operar es a su vez el que resuelve el conflicto entre ley divina y ley humana y que, dada la oposición que aparentemente se daba entre ambas, únicamente podía encontrar su conciliación en el sometimiento de la humana, ajustada a una representación unidimensional de la realidad, a la ley divina, eterna y aglutinante de aquellas otras formuladas por el ser humano.
En definitiva, al contrario de cuanto observamos en Job, en la consideración de Abraham hacia Yavé nada influye el que éste comprenda o no la razón de su misión o el que Isaac llegue a ser inmolado; ni tan siquiera, tal y como ocurre al final de la historia, que llegue a ser perdonado en base a su inquebrantable fe. La fe se eleva así por encima de su Dios.
Fruto de esta creencia, Abraham podría llegar a descargar el brazo sobre el cuello de su hijo y, aun siendo su acción censurable a ojos de su mujer o de su pueblo, tendría la certeza de haber obrado correctamente de acuerdo a una ley superior que a ojos del profeta no negaría a la humana, sino que la ampliaría, pese a que ni tan siquiera él mismo la pudiese llegar a comprender.
Por último, dada la disparidad existente entre razón y fe, este pasaje nos ofrece una clara muestra del abismo sobre el que camina la figura heroica. No cabe duda de que si el ángel de Yavé no se hubiese aparecido ante Abraham y éste hubiese sacrificado a su hijo, la figura del héroe pasaría a ser considerada por su pueblo como la de un demente, de acuerdo a una lógica colectiva necesitada de unos hechos probados y poco menos que palpables. Frente a esta conducta, Abraham nos ofrece una fe absoluta en la palabra de su Señor. Sin entrar en pormenores, más allá de las posibles consecuencias de su actuación, cuanto hay que destacar de la acción de Abraham de cara al sentido trágico del ser radica en la confianza ciega de éste no ya sólo frente a las desgracias directas que su tarea le pudiese ocasionar, sino también frente al desprecio y condena que ésta habría de suscitar entre sus conciudadanos. De este modo, la ley divina, lo impalpable y abstracto, prevalece en Abraham sobre la ley natural que le une a su hijo, así como sobre la ley positiva que le liga a su comunidad.
5. Poesía épica - Homero
El héroe homérico, así como el de Virgilio y, quizás en menor medida, el creado por Lucano, va a mostrarse como prototipo de una heroicidad vigorosa a la par que desmesurada. Frente al vacío que rodea a Gilgamesh o el fracaso del individuo en la tragedia griega, Homero nos muestra a guerreros deseosos de enfrentarse a su destino con ánimo elevado e incluso cierta jovialidad. Al contrario de lo que observamos en Edipo u Orestes, sería impensable en la poesía del vate griego encontrarnos a un Héctor o un Aquiles caminando dubitativamente hacia su destino, fuese cual fuese éste. Las siguientes palabras del héroe argivo constituyen un claro ejemplo, «¿Por qué, Janto, la muerte me predices, si eso no te es preciso en absoluto? Pues con certeza aun yo mismo sé que mi destino es perecer aquí, bien lejos de mi padre y de mi madre; pero, no obstante, no voy a cejar hasta que de hostigar a los troyanos en la guerra llegue a estar saciado» (Homero, 2004: 811). Este mismo desprecio hacia la muerte lo encontramos una y otra vez en personajes como Ulíses en La Odisea, Turno en La o la curiosa figura de Esceva que va a retratar Lucano en el libro sexto de La Farsalia, quien, no obstante, va a mostrarse en otros momentos más cercano a la corriente estoica tomada de su afamado tío, Lucio A. Séneca, tal y como observaremos en su elogio hacia la determinación tomada por un grupo de guerreros por salvar su honor mediante un honroso suicidio colectivo, o en el encomio de la conducta de Catón realizado en el noveno libro, si bien éste muestra una mezcolanza entre ideales estoicos e ideales heroicos que hacen de su figura un carácter activo pero alejado de toda exaltación. En cuanto a Ulíses, a pesar de que por lo común se resalta su carácter astuto en sentido no del todo positivo, queda como reflejo de su nobleza el episodio del canto quinto de La Odisea en el cuál rechaza el ofrecimiento por parte de la ninfa Calíope de alcanzar una vida inmortal, respondiéndole con estas bellas palabras: «No te enojes conmigo, venerada deidad! Conozco muy bien que la prudente Penélope te es inferior en belleza y en estatura, siendo ella mortal y tú inmortal y exenta de vejez. Esto no obstante, deseo y anhelo continuamente irme a mi casa y ver lucir el día de mi vuelta. Y si alguno de los dioses quisiera aniquilarme en el vinoso ponto, lo sufriré con el ánimo que llena mi pecho» (Homero, 2004: 139).
Este mismo ánimo tendente a encarar el destino con ánimo jovial, lo hallamos igualmente en algunas de las Odas pindáricas, como ocurre en la primera de sus Olímpicas, donde podemos leer los siguientes versos, «El gran peligro no sorprende a un hombre sin coraje. Entre quienes el morir es destino, ¿por qué uno debería consumir, en la oscuridad sentado, en vano una vejez sin nombre, privado de toda cosa bella?» (Píndaro, 1995: 77).
En cuanto al héroe homérico, lo habitual es encontrarse con que la muerte se considera como una meta digna que viene a coronar la vida. No todos tendrán el privilegio de caer en combate defendiendo unos valores de orden superior a la existencia del individuo, es más, sólo unos pocos héroes son merecedores de que los mismos dioses se encarguen directamente de su destino. Un ejemplo lo podemos apreciar en la figura de Aquiles o en la de Héctor a lo largo de la disputa entre ambos correspondiente al canto vigésimo segundo de La Ilíada. Por otra parte, incluso el mismo Zeus se encuentra a menudo sometido a la fatalidad. La impresión que se vislumbra a través de los textos homéricos en torno a la cuestión del destino y la necesidad en que se ven envueltos hombres, semidioses y dioses, es la de unos hilos que parten de lo desconocido, los dominios de la necesidad, pasan sin tensión alguna por las manos de Zeus, es decir, dejándole una amplia posibilidad de elegir cada una de sus acciones; de Zeus llegan estos hilos algo más tensos al resto de Dioses Olímpicos, pero aún con un margen que les permite gozar de una amplia libertad; a continuación se deslizan entre los semidioses ya con menor margen de movimiento; y, por último, se presentan ante los seres humanos manejándoles cual marionetas, a su libre antojo y deseo. Ahora bien, cabe distinguir en este punto entre los héroes mortales y los mortales sin más, quienes a pesar de mostrar mayor libertad que aquéllos, parecen tener menor conciencia o sensación de libre albedrío. En este caso, el sentimiento de libertad quedará invertido debido a una simple cuestión: el hecho de que el hombre usual, pese a no participar de un exclusivo código de conducta que va a ser, en definitiva, cuanto dote de carácter trágico al individuo heroico, sienta su libertad restringida, se origina precisamente en el hecho de hacer uso de su voluntad y, por el contrario, en su abandonarse a otro tipo de necesidad, sensual y ajena al pensamiento, y así no hacer ningún intento por transgredir los límites que tiene trazados, lo que le impide chocar contra esas barreras invisibles que realmente acotan la anchura de su camino pero aportan sensación de libertad, poder y aquello indisociable de ambas facultades, conciencia de una limitación humana no asociada al sentimiento de derrota.
Por esta misma razón, personajes como Eneas o Aquiles, tensando al límite los hilos que les manejan, van a sentir en todo momento la fuerza opresiva de un destino al que, sin embargo, no dudan en enfrentarse; es más, gozan de su obcecación y convierten esta lucha desigual en el sentido último de su existencia. Esto constituye una de las diferencias claves frente a la heroicidad de Gilgamesh, para quien el fin último no consiste en la vivencia de unos ideales, sino en el logro de una realidad imposible, la eternidad del ser. Hay que recordar que el héroe del poema mesopotámico no pretende en última instancia conocer su destino ni tan siquiera enfrentarse a él trágicamente; lo único que desea es evitarlo, lograr la inmortalidad.
Regresando a la epopeya homérica, parece que, en algún momento puntual, el héroe mortal va a tener un privilegio que no va a estar al alcance del hombre corriente. En primer lugar, Homero nos muestra unos dioses con afectos hacia ciertos individuos a quienes protegen o avisan en determinadas circunstancias, situando al héroe como ser unido a la divinidad, a cierta parcela de libertad, frente a quienes, como ya indicamos, encuentran su ámbito en una parcela asociada a unas necesidades más básicas y primarias. Por otra parte, y esto rompe toda lógica en cuanto a la idea de libertad así como a la limitación propia del espíritu griego, Aquiles, a lo largo del canto vigésimo primero, llega a poner en peligro al río Escamandro, siendo éste, como es común en la antigüedad, una fuerza animada de naturaleza divina. El río se ve obligado a pedir ayuda al río Simiente y, una vez a salvo de la furia de Aquiles, logra finalmente poner en orden la escala de valores ordinaria. Esta gesta de Aquiles en la que por momentos parece que es capaz de imponerse al destino trágico, sin embargo, no hace sino reafirmar dicho orden, pues el héroe argivo, el primero entre los helenos, aun en su momento de mayor rabia se ve incapaz de derrotar a las fuerzas naturales.
Queda por tanto una única interpretación de los textos que venimos comentando; Toda postura heroica sólo es comprensible para el mismo héroe si ésta se alza y se contenta con la defensa de un ideal, de otro modo está condenada al fracaso. La realidad se impone al ideal salvo en el caso de que el héroe encuentre el goce no en su victoria o derrota, sino en el modo de caer derrotado así como en el camino que le ha conducido hacia dicho fin.
6. La tragedia griega
El desarrollo que vamos a observar en el héroe clásico partiendo de Esquilo y acabando lógicamente en Eurípides, va a ser consecuencia del tránsito de un pensamiento de claro fatalismo de procedencia oriental, a otro dominado por la creciente racionalización de la sociedad, tal y como podemos comprobar muy claramente en la filosofía inmediatamente posterior a Sócrates. Esta evolución en los esquemas de pensamiento supuso que el hombre variase sus concepciones acerca de la posición que el ser humano guarda en el conjunto de la naturaleza. A continuación estudiaremos el desarrollo de este proceso a través de los tres trágicos de la antigüedad helénica.
6.1 Esquilo
Del conjunto de las siete obras que se conservan de Esquilo (525 - 455 a. C.), el primero de los trágicos que ha llegado hasta nosotros, resalta especialmente el carácter heroico y rebelde de la figura de Prometeo, precisamente la única de origen dudoso de cuantas se atribuyen al dramaturgo griego. Más allá de las asociaciones que se hayan podido establecer entre Prometeo y Jesucristo, o entre aquél y el prototipo de personalidad genial, nos interesa su figura como modelo de desarrollo antropológico. Si en Hesíodo encontramos el derrocamiento de los dioses primigenios por los Dioses Olímpicos, derrocamiento que supone un primer intento de dominar el caos primitivo y de este modo racionalizar las fuerzas oscuras que gobiernan la naturaleza, Prometeo va a constituir un segundo paso dentro del progresivo afán del individuo por situar el peso del universo en un plano más adecuado a la naturaleza del ser humano.
Prometeo, quien en la versión de Esquilo es castigado por Zeus con motivo de haber robado el fuego de los dioses para entregárselo a los hombres, da pie con ello a un primer intento del individuo por hacer frente a los rigores de la naturaleza mediante el uso de la técnica. Por lo tanto, en esencia, esta tragedia puede ser considerada como una representación de la eterna lucha entre un estadio natural y otro de desarrollo técnico. Pese a que el hombre en su uso de la tecnología no hace sino valerse de una serie de leyes naturales para adecuarlas a fines en principio no previstos por la naturaleza, hemos de considerar lo artificial en su sentido más básico, es decir, artificial sería todo aquello que hace pasar por esencial cuanto no es sino producto del ingenio humano. De este modo, lo artificial, de cara al ser humano, se muestra como un concepto sometido al devenir temporal y a los convencionalismos de una época determinada, por lo que su distinción de lo natural no obedece tanto a su procedencia sino al engaño que pueda originar. Partiendo de esta idea, el encender un fuego a fuerza de golpear dos piedras puede ser considerado artificial para el hombre primitivo, no para nosotros; mientras que la voz filtrada a través de un micrófono puede ser considerada natural en un cantante de rock, mientras es considerada un engaño, es decir, artificial, si quien hace uso del micrófono es una soprano operística, en especial si esto queda oculto al auditorio. Lógicamente, esta definición es perfectamente rebatible y está en contacto con otras muchas definiciones acerca de lo artificioso, sin embargo, resulta válida para adecuar este concepto a un periodo como el nuestro en el que lo superfluo parece haberse superpuesto a lo esencial en demasiadas esferas de la realidad. Lo artificial, como lo natural, requiere de un uso adecuado encauzado hacia el desarrollo de la civilización siempre que el afán de dominio y el exceso de comodidad no desplacen el desarrollo del individuo como ser moral. En dichos casos, observamos que la inevitable tensión entre la naturaleza y lo artificioso dejan de adecuarse la una a la otra dando lugar a un proceso de mutua destrucción. Encontramos en esta dialéctica una plasmación del eterno conflicto entre fuerzas conservadoras y fuerzas de progreso, ambas necesarias para el desarrollo vital pero a su vez susceptibles de poner en peligro dicho desarrollo siempre que la una se eleva sobre la otra no ya para contribuir a este devenir sino para desplazar por entero a la fuerza contraria.
En cuanto a la obra literaria que nos ocupa, hay que señalar que el carácter trágico entendido en su sentido más ortodoxo, es decir, el enfrentamiento entre el individuo y unas fuerzas frente a las que la voluntad está condenada al fracaso, sólo lo podemos hallar en esta primera pieza de la trilogía - dilogía según algunos filólogos -, pues parece plausible que en el supuesto Prometeo liberado, éste llega a un acuerdo con Zeus por el cual el titán queda absuelto de permanecer clavado a la roca del Caúcaso. De resultar cierto este final conciliador entre Zeus y Prometeo, hallaríamos un buen modelo para adecuar las necesidades de la naturaleza a las del ser humano, superando de este modo una estado inicial en el que Zeus se niega a liberar al titán de su suplicio en tanto que Prometeo, tal y como nos relata Esquilo, se obceca en no dar a conocer al dios su futuro. El hecho de que Zeus, el primero entre los dioses olímpicos, desconozca su propio destino y necesite de un ser de inferior naturaleza para llegar a conocerlo, deja patente, como en casi toda la literatura helena, que a pesar del intento griego de establecer límites en el conjunto de su ordenación del universo, siempre queda algo más allá de toda catalogación que gobierna tanto a los individuos como a las diferentes deidades. Es decir, pese al derrocamiento de las fuerzas primigenias femeninas que encontramos no sólo entre los griegos sino en cualquier cultura o sociedad que pretenda ordenar su realidad, siempre subyace una cierta conciencia de fatalismo, de un destino que el ser humano no puede ni comprender ni conocer y que deja al descubierto la faz de la naturaleza en su estado más puro.
De acuerdo con lo explicado, en Prometeo encontraremos por tanto al héroe en su estado más sublime, oponiendo resistencia a la misma divinidad, para a continuación llegar a comprender la necesidad de llegar a un acuerdo con cuanto resulta imposible derribar.
6.2 Sófocles
El siguiente autor clásico de quien se han conservado tragedias es Sófocles, siendo éste una generación posterior a Esquilo y ocupando prácticamente la totalidad del S. V a. C. (496 - 406). Su literatura está considerada como un punto intermedio y equilibrado entre la tragedia precedente y la posterior. El componente ético y el estético se integran perfectamente, así como el peso del sujeto cobra mayor protagonismo del que podemos encontrar en las tragedias de Esquilo, pero no tanto como el que descubriremos en Eurípides. Este proceso antropocéntrico que recorre la tragedia griega desplaza progresivamente lo objetivo hacia lo subjetivo y relativo, lo irrevocable hacia lo posible, desembocando irremediablemente en la comedia de Aristófanes. El talante épico y heroico del protagonista pierde gradualmente valor en tanto que su lucha no está condenada de antemano al fracaso, pasando de ser un individuo enfrentado a un todo en la obra de Homero, para ser un individuo que ha de combatir contra múltiples elementos dispersos y, finalmente, tal y como sucede en la comedia, acabar confundido entre una masa donde ni tan siquiera encuentra un objeto hacia el que dirigir su voluntad, llegando por el contrario a presentarse como producto del azar. El destino del individuo parte así de un concepto absolutamente trágico para desplazarse lenta pero ininterrumpidamente hacia una concepción cómica en la que el ser humano no encuentra más razón de ser que la casualidad.
Este estadio postrero queda aún lejano de las obras que nos presenta Sófocles. De entre las siete tragedias que se han conservado de este autor, Antígona se presenta como la más indicada para mostrar el conflicto entre los intereses individuales y los colectivos.
El personaje de Antígona en el autor de Colono, por momentos se nos muestra como una joven rebelde e incluso caprichosa. Lo mismo ocurre en Esquilo y Eurípides, si bien éstos lo trataron de un modo menos incisivo que Sófocles, quien centra la acción de la obra únicamente en el conflicto entre el individuo y el estado. La conducta aparentemente caprichosa de Antígona, como vamos a comprobar, se va a fundar sobre una idea de orden superior, por lo que no va a comprometer en absoluto la heroicidad de sus hazañas, del mismo modo que el hecho de que Creonte tenga al igual que su sobrina razones para defender su propio comportamiento no implica que la compasión que el espectador pueda sentir hacia ella se atenúe, al menos no en demasía, pues además de encontrarse en un plano de inferioridad, únicamente es ella quien pone en peligro su vida. Por lo tanto, Creonte puede despertar compasión por verse abocado a perder a sus familiares, pero no se le llorará. Quien se ponga de su parte lo hará por observar en él a un ser desgraciado, pero no por haber llevado a cabo una acción heroica.
La grandeza de Antígona radica en su obcecación. No dudará en poner en peligro su persona llegando, ante la humillación, a colgarse de una cuerda. Creonte hubiese alcanzado el rango de héroe si hubiese erradicado la duda de su conducta comportándose de modo más inhumano. Si por el bien común el caudillo tebano insistiese de principio a fin en sacrificar a Antígona, fuese uno u otro el resultado de su decisión, su acción nos hubiese parecido indudablemente heroica. Aun perdiendo igualmente tanto a su hijo Hemón como a su mujer, los habría sacrificado con el propósito de respetar y consolidar las leyes del Estado, cuyo fin es el de velar por el bien de los ciudadanos. Creonte podría incluso haberse mostrado de modo un tanto heroico si, aun dudando, a continuación se hubiese arrancado los ojos como hiciese Edipo, o aun poniendo fin por sí mismo a sus días como tantos y tantos héroes. Sin embargo nos encontramos con un hombre que ante el temor a perder a sus seres queridos decide dar media vuelta e intentar salvar la vida de aquéllos para, a continuación, tras comprobar adónde han llegado sus acciones, lamentar arrepentido su conducta. Su arrepentimiento es lo que le delata, esa revocación de sus intenciones nos muestra que no actúa en pos del bien común - el cuál, según su modo de pensar, coincide con las leyes de la ciudad y no con las de sus divinidades -, sino que en el momento decisivo tan solo es capaz de mirar por sí mismo, por el amor a sus allegados y por salvar su guerra, no la vida de sus ciudadanos.
El hecho de que Antígona no vacile a la hora de actuar, denota efectivamente que su intervención responde a unas ideas. Su desobediencia se manifiesta de cara al exterior, no de cara a ella misma, quien permanece firme y segura dado que su decisión descansa en el amor hacia su hermano y, según señala, el amor está por encima de toda ley. Y no sólo por amor, sino también por honor, honra y dignidad, es decir, por unos ideales, así como, por si todo lo anterior fuese poco, por contentar a los dioses, por imperativo divino. En la época en que se sitúan los hechos, años cercanos a la Guerra de Troya, nadie ponía en duda la existencia de una ley divina, ley cuyo incumplimiento podría repercutir en un mal general. De este modo, mucho distaría el obrar de Antígona de resultar egoísta, más bien todo lo contrario. Antígona es una idealista y, por eso mismo, pudiendo estar o no equivocada, su conducta no responde a un carácter egoísta, sino a su obcecación en el cumplimiento de unos deberes absolutos con el fin de que se respeten los valores que ella considera universales. Según lo observado, Antígona se mostraría como quien realmente actúa en pos de un bien general, mientras que Creonte, tal y como se reconoce en su arrepentimiento, encarnaría a quien actúa movido por un interés personal, a pesar de contar con la excusa de que sus afanes coinciden con los de la ley estatal.
6.3 Eurípides
El predominio de la necesidad sobre la libertad observado en la obra de los dos primeros trágicos, va a ofrecer en Eurípides (Aprox.484 - 406 a.C.) un carácter más equilibrado en función de factores a los que aludiremos a continuación. Si en sus Euménides Esquilo afirma categóricamente que todo cuanto sucede está de antemano determinado por los dioses y que el hombre actúa en base a los deseos de aquéllos, en Eurípides, apenas 40 años después, nos encontramos unas creencias completamente diferentes. La de Eurípides es, en concreto, una sociedad cuyas ideas se encuentran del todo impregnadas por los nuevos postulados divulgados por la sofística y la retórica, aspectos que en lo referente al destino suponen una brecha respecto a los autores precedentes en cuanto que la culpa se cierne sobre el individuo y no sobre la fatalidad, entendida ésta como lo determinado por algo que el ser humano no puede controlar de modo alguno.
Es en este aspecto concerniente a nociones como el azar, la necesidad y todos aquellos conceptos que giran en torno a la libertad humana, donde Eurípides se aleja de las antiguas creencias de tono fatalista y se nos muestra imbuido del escepticismo religioso así como del relativismo general que caracteriza al periodo de descomposición social en que hubo de vivir el dramaturgo.
Eurípides, considerado el poeta de la Ilustración griega, sitúa al individuo como tejedor de su propio futuro. En todas sus tragedias la psicología de los personajes juega un papel primordial, como podemos observar por ejemplo en el rol desarrollado por las furias en la obra Ifigenia en Tauros. Las erinias no son ya personajes reales como ocurre en la obra de Esquilo, sino que simbolizan a Orestes como una figura perseguida por sus propios miedos y sus remordimientos. El destino le viene impuesto por sus fantasmas, los cuales van a determinar su modo de actuar haciendo de Orestes un ser atormentado.
Si nuevamente nos remontamos a Esquilo, observamos en sus Euménides que su idea de justicia consiste en restituir la armonía respondiendo a un daño cometido mediante otra acción ofensiva en sentido opuesto. De este modo, la culpa y el castigo se alimentan el uno al otro y deben perpetuarse ininterrumpidamente generación tras generación. Pese a que desconocemos el modo en que Sófocles trató el tema en cuestión, con total seguridad podemos suponer que dio ya un paso hacia la humanización de los acontecimientos, herencia que, pese a las dos décadas que le separaban de Eurípides, éste recogió y la dotó de unos planteamientos más cercanos a la noción actual de este concepto. En la Ifigenia en Tauros de Eurípides, es el Estado quien a través de las nuevas leyes va a tratar de poner fin a antiguas venganzas promovidas por pasiones desatadas y alentadas por el rencor, es decir, se recurre a argumentos racionalistas en pos de llegar a una solución justa. Esta intrusión del Estado entendido como institución organizada y jerarquizada, va a constituir un primer paso a la hora de mermar la capacidad heroica del individuo. A partir de este momento, el héroe va a comenzar a perder gran parte de su capacidad de movimiento debido a las barreras más o menos invisibles que va a encontrar entre él y su objetivo, el cual queda oculto y difuso entre nuevos elementos de origen social.
7. Hacia la máscara cómica
Como puede observarse, el conflicto del héroe a lo largo de la tragedia griega va a ir encauzado hacia el equilibrio entre la voluntad individual y la fatalidad a la que éste se ve sometido, pasándose de un estado desorganizado en el que el personaje protagonista se enfrenta prácticamente cara a cara con las fuerzas de la naturaleza, a un mundo estructurado y limitado jerárquicamente en el que el héroe se va a ver rodeado de numerosas estructuras - políticas, económicas, religiosas… - que obstruyen sus acciones y minan su individualidad. La tendencia hacia la democratización de la sociedad helénica juega un papel fundamental en este aspecto. Encontramos en la República de Platón un pasaje en el que señala que una corrupción de la democracia pasa a ser una tiranía de ésta; los valores se invierten y el héroe pasa a estar sometido a la voluntad del entramado social, llegándose al extremo de que cualquier intento del individuo de sobresalir por encima del pueblo le va a suponer quedar automáticamente desarraigado de dicha estructura social. Como ya indicamos a la hora de comentar la acción de Abraham, la pendiente que recorre el héroe en su camino hacia el ideal es considerada ascendente o descendente en función de los valores predominantes en el ámbito donde actúe, por lo que en una sociedad escéptica e impregnada de relativismo, como aquélla que vivió Eurípides, el héroe pierde ya en buena medida la inmensa figura que parece poseer en los personajes bíblicos o en Gilgamesh. El siguiente paso en esta trayectoria lo constituye Aristófanes (450 - Aprox. 388 a. C.). Un buen ejemplo lo podemos observar en su comedia Las ranas, en la que vamos a encontrar perfectamente dibujada esta idea referente a la subversión de un código de valores considerado objetivo. Pese a esta progresiva ridiculización, no resulta conveniente despreciar el valor de la comedia en tanto que cumple una función de higiene social. Como ya advirtiesen en la antigüedad, ésta desdramatiza los preceptos idealistas reflejados por la tragedia cuando dichos preceptos superponen el ideal a la dimensión en la que cotidianamente se mueve el ser humano, la realidad. Ante los excesos de pureza del espíritu trágico, ante el semblante terrible con el que puede darse a conocer todo valor absoluto, la comedia trata de restablecer un equilibrio necesario de cara al desarrollo humano - siempre con el consiguiente riesgo de que esos valores invertidos sean tomados por válidos a lo largo de un periodo histórico más prolongado de lo necesario para realizar su fin regenerador -. No nos detendremos más en comentar el concepto trágico entre los dramaturgos griegos, si bien se puede indicar que para comprender dicha idea es necesario ponerla en relación, como hemos realizado aquí brevemente, con la comedia y el drama satírico. Tampoco parece conveniente detenerse apenas en la obra de Séneca (3 a. C. - 65 d. C.) en cuanto que ésta resalta más el carácter y la psicología del individuo que el destino trágico del mismo. Del autor cordobés indicaremos únicamente la distancia existente entre los postulados estoicos propugnados por su filosofía y el desequilibrio y lo excesivo de sus personajes. Cabe señalar la similitud que habríamos de encontrar entre unos personajes estoicos caracterizados por la renuncia a la lucha y a la exaltación, y el personaje bíblico de Job. Como pudimos observar anteriormente, este modo de encarar las adversidades no tiene nada de heroico en el sentido que venimos estudiando, y sí en cambio se acerca a la figura del mártir, modelo de heroicidad postulado tanto por el cristianismo como por el propio estoicismo.
8. Atomismo - Epicuro - Lucrecio
Pasamos a continuación a realizar un recorrido a través de la corriente atomista, cuyo negación de toda fuerza metafísica desembocaría en un nihilismo no muy distante al temor que va a experimentar Gilgamesh a lo largo de su camino en busca de la inmortalidad.
A pesar de que el epicureismo se presentó como un remedio contra el desánimo de una sociedad griega en decadencia en torno al último tercio del S. IV a. C., esta doctrina apenas pudo restablecer los ánimos de una sociedad escéptica que observaba cómo todo su sistema de valores y creencias se venía abajo. La máxima es bien conocida, disfrutar de la vida serenamente y no preocuparse en nada por la muerte, pues ésta nada tiene que ver con el ser humano. Mientras éste vive, no conoce la muerte, y cuando el individuo muere, tampoco, pues nada hay más allá.
Los conceptos atomistas de Epicuro (341 - 270 a. C.) parten de las ideas de Demócrito, filósofo presocrático del S. V a.C. Resulta difícil discernir cuáles son las afirmaciones pertenecientes al filósofo de Abdera y cuáles hay que atribuir a Leucipo, siendo éste, a pesar de su menor renombre, el iniciador del atomismo. De lo que no cabe duda es de que su relación fue estrecha y compartieron las ideas básicas de sus argumentos. Lo que nos interesa en este trabajo es únicamente su rol como iniciadores de una corriente que literariamente va a encontrar su principal defensor en Lucrecio (S. I a.C.), así como la relación que podemos encontrar entre estas ideas y el espíritu trágico.
El goce relajado de los placeres sensoriales puede parecer en principio una postura completamente alejada del espíritu heroico, de hecho, como se ha señalado, uno de los intereses de esta doctrina es olvidarse de una vida futura y aprovechar los días que ocupe nuestra existencia. En el primer libro de su poema La naturaleza, Lucrecio afirma que «sólo el ser de los dioses, en la mayor paz, disfruta de una existencia sin muerte, apartado de nuestras cosas y separado lejos» (Lucrecio, 2003: 123). Este “lejos” hay que comprenderlo no tanto en orden a una distancia cuantitativa sino como imposibilidad de conocer y comprender la esencia de la naturaleza. De ésta afirma que «aparece libre, desembarazada de señores orgullosos, haciéndolo todo ella sola por su cuenta sin participación de dioses. Pues […] los dioses llevan una existencia apacible y una vida sosegada: ¿quién puede gobernar el conjunto de lo inmenso […]?» (Lucrecio 2003: 219-2209). Esta visión del universo en la que el ser humano asemeja más un alimento de la naturaleza que un ser privilegiado al que se le ha concedido el uso y disfrute de esa misma naturaleza, no dista mucho de la sensación de terror que en no pocas ocasiones va a experimentar Gilgamesh. Se trata de un terror abismal que vamos a encontrar en la literatura de todas las culturas por muy estructuradas, organizadas o jerarquizadas que éstas se muestren, a poco que un individuo se decida a descorrer aquello que Schopenhauer denominaba el velo de Maya. Spinoza, de quien el filósofo alemán se muestra continuador en muchos aspectos, señaló que la naturaleza es incapaz de amar u odiar. En este caso no se refiere tanto a la negación de un espíritu divino sino a un panteísmo en el que el Todo es entendido como conjunto ordenado y por ello necesario. Retornando al pensamiento de los antiguos, leemos en los Trabajos y los días de Hesíodo que la naturaleza es «un día madrastra y otras veces madre» (Hesíodo, 2005: 114). Puede resultar sorprendente dicha afirmación en el autor de toda una teogonía, en el primer poeta heleno que trató de aportar una idea más o menos clara acerca del origen y desarrollo de los dioses hasta, eslabón a eslabón, establecer su posición respecto al ser humano. Esta misma idea acerca de la doble cara de la naturaleza la repite casi literalmente Leopardi en su Zibaldone, y, como ya se ha señalado, se podría afirmar que en uno u otro momento la experimenta todo individuo por muy guarecido que se encuentre en el seno de una religión o una cultura determinada. Ciertamente, el hombre moderno occidental se halla protegido por innumerables estructuras que apenas le posibilitan esa percepción de lo abismal. El horror al vacío de nuestra época lleva al individuo a cubrirse con miles de velos a fin de no dirigir una mirada hacia la naturaleza al desnudo; sin embargo, como venimos observando, este cerrar los ojos o embotarse de ruidos y sensaciones está presente en toda cultura por muy primitiva que sea. Las páginas de Homero están salpicadas de un escepticismo doloroso del que ni tan siquiera escapa ese mundo animado por multitud de divinidades. El mismo Píndaro, a través de sus constantes exaltaciones y depresiones, no deja de ser una muestra del escepticismo que aflora a lo largo de toda la literatura grecolatina, denominando, en uno de sus pasajes más memorables, a los hombres como «seres de un solo día» (Píndaro, 1995: 194).
Volviendo a Lucrecio, leeremos hacia el final del tercer libro que «Cada cuál huye de sí mismo y, de quien por lo visto, como sucede, es imposible escapar, no se despega y lo aborrece a su pesar, porque es que, estando enfermo, no comprende la causa de su dolencia» (Lucrecio, 2003: 274). Tras esta afirmación rememoramos una vez más a Gilgamesh en su intento por escapar de sí mismo, de su naturaleza finita. Resultaría inacabable extendernos buscando ejemplos similares. Numerosos pasajes de La Ilíada pueden comprenderse como una burla de los dioses hacia las tribulaciones de los mortales. No obstante, en referencia al sutil matiz que separa la naturaleza trágica de la cómica, parece repetirse una y otra vez en el individuo una doble tendencia que le lleva a alejarse horrorizado de lo dionisiaco - o al menos a cubrir su rostro con una máscara y de este modo satirizarlo - y, por otro lado, un gesto heroico - de menor ingenuidad a medida que es golpeado y reiteradamente derrotado - que le empuja a levantarse y emprender confiadamente nueva lucha contra lo informe y desordenado. Este miedo ya no a descubrir, pues resulta imposible, sino a simplemente contemplar las entrañas de la naturaleza, no es sino el terror a no ser dueños de nuestra propia voluntad. Lo observamos muy claramente en Ulises en el momento en que se cubre los oídos con el fin de no quedar sometido al encanto de las sirenas; pasaje que, por asociación, resulta similar al espanto que sentía Goethe ante la Quinta sinfonía de Beethoven o la locura que invadía a Nietzsche al golpear las notas de su piano.
9. Filosofía presocrática
Esquematizando las ideas que vamos extrayendo de las obras comentadas, señalaremos que dos son las conductas que el héroe, guiado por su naturaleza obcecada, tiende a adoptar más a menudo. Ambas conducen a la observación de la existencia en sus dos tendencias usuales llevadas a un extremo. La primera es la postura trágica por excelencia, activa y sin temor a descorrer el velo que esconde la verdadera naturaleza de la existencia. Abraham encontrará a Dios, Aquiles un ideal, el honor, y Gilgamesh la nada. Ese mismo afán por descubrir la esencia de la naturaleza es el que mostrarían los filósofos presocráticos. No obstante, si bien es cierto que todos ellos afirmaron haber dado con unos principios básicos en su intento de explicar racionalmente la existencia, no lo es menos que no puede apreciarse en su conducta una postura trágica ante la vida, un salto al vacío.
A pesar de que estos filósofos pudieron observar unas ideas o realidades consideradas elementales cuya tensión posibilitaría la existencia de la naturaleza, su postura teórica y no práctica les previno de inspeccionar más a fondo la misma esencia de la existencia. Detenerse en el agua, los átomos, el amor, el odio…y todos aquellos primeros principios de la realidad y afirmar que éstos constituyen la esencia de la naturaleza, supone una paralización allá donde Abraham o Gilgamesh no se hubiesen detenido. Por ello, pese a la trascendencia de nombres como Pitágoras, Heráclito, Parménides o Alcmeón, hemos de reconocer a Empédocles como el único de los presocráticos que adoptó una postura trágica ante la vida y coherente con su espíritu. Siendo cierta o no su leyenda - ésta apunta a que el filósofo se arrojó al interior del Etna -, lo que nos interesa en este trabajo es el sentido simbólico de la misma.
Resulta destacable la similitud existente entre el retrato de Abraham subiendo al monte con el fin de sacrificar a su ser más querido, Isaac, y la ascensión al Etna de Empédocles con el propósito de realizar su propia inmolación. El mismo deseo por conocer la esencia íntima de la naturaleza, en Sócrates, nos va a conducir claramente al Conócete a ti mismo, con el que justifica su opción por una muerte racional. No podemos olvidarnos de Jesucristo en este desglose de algunas naturalezas heroicas, quien al igual que Abraham y como consecuencia de los preceptos postulados por su Dios, el conocerse a sí mismo se transforma en conocer a Yavé.
Un paso más allá en el espíritu trágico del ser humano lo encontraríamos en las ideas de Lucrecio. Una tragedia - inexistente - de este autor en orden a sus ideas, debería provocar que el personaje heroico se fundiese con su absoluto, la nada, con el fin de descubrir la esencia de la misma - señalaremos sin por ello detenernos, las posibilidades de un estudio comparativo entre los aspectos aquí tratados y aquellos otros pertenecientes a la mística, en especial, renana -. Esto podría resultar cómico y absurdo, pues como bien hemos señalado anteriormente sólo una cuestión de perspectiva distingue lo trágico de lo cómico. Ante la carencia de salida con la que se va a topar Lucrecio, ya sólo quedaría una opción sensata encarnada en una vida dedicada al disfrute del momento, lo que no debemos comprender como una vida carente de ética o de códigos de conducta sociales. Comprendemos así el recorrido que partiendo de un espíritu trágico desemboca tanto en el nihilismo más desolador como en aquel otro de mayor optimismo y apego a la vida, el epicureismo.
Aludíamos a dos posturas adoptadas por el héroe en su conducta vital. Comentada ya la activa, señalaremos brevemente la pasiva. Ésta no conduce tanto a Job como a Ulises en su nostalgia por volver al hogar. Es la meditación o contemplación de una idea o la meditación de esa misma idea a través de la observación de una realidad. Al igual que en el caso anterior esto conlleva dos posibilidades, o bien contemplar la nada a través, por ejemplo, de una flor con total conocimiento de su caducidad - de nuevo apuntamos hacia una corriente mística de procedencia indudablemente oriental -; o bien observar esa misma flor en relación a un orden superior.
Siendo la postura activa la considerada usualmente trágica, habría que indicar que al igual que la anterior, la búsqueda pasiva obedece en última instancia a un impulso heroico, el de conocer lo incognoscible mediante la obcecación en traspasar los límites entre los que se encuentra sosegado, sin nostalgia, el ser humano.
Se trata de una misma búsqueda en la que una de ellas es llevada a cabo por caminos exteriores y que nos presenta a Gilgamesh recorriendo tierras en busca de la Vida; mientras que la otra nos muestra a un héroe inmerso en un peregrinaje interno acorde a los siguientes versos extraídos del Cantar de los cantares,
Me levanté y recorrí la ciudad, las calles y las plazas, buscando al amado del alma. Busquéle y no le hallé. Encontráronme los guardias que hacen la ronda en la ciudad: ¿Habéis visto al amado de mi alma? En cuanto de ellos me aparté, hallé al amado de mi alma. Le así, ya no le soltaré hasta entrarle en la casa de mi madre, en la alcoba de la que me engendró. (Cantar de los Cantares, 3; 2-4)
10. Exposición valorativa de un ideal heroico
Una vez realizada esta distinción y atendiendo a la consabida idea de limitación y orden considerada usualmente necesaria para la tranquilidad del individuo, descubrimos y comprendemos la lógica del sosiego del esteta ante la contemplación de la belleza, la del artista en su modelar, la preocupación de los seguidores de Zoroastro o los primeros romanos por conservar encendido su fuego, o el celo a la hora de proteger el árbol sagrado que observamos en un gran número de pueblos primitivos tal como tan magistralmente nos indicó Frazer en La rama dorada. Todos estos ritos esconden tras una apariencia de mera estructura política, religiosa o cultural, la necesidad del individuo de hallar un cordón umbilical que le aúne con la esencia de la naturaleza, ya quede enfocada ésta hacia la tierra, el agua, el aire, o hacia un poema. La necesidad de elaborar una cadena espacial y temporal que ligue al hombre con el origen es algo que se puede observar en cualquier texto fundacional. entendida de este modo, la religión, el volver a ligar aquello que encontramos y vivimos como aislado - el ser -, nos aporta la clave para la comprensión de cualquier texto de dicha naturaleza así como de toda actividad artística verdadera, cuyo propósito será, por tanto, evitar el alejamiento del ser con su origen, con su destino, con su propio yo.
Finalizando ya el camino que nos ha de conducir a una explicación coherente de estos modelos heroicos de conducta, observamos que la envergadura del personaje trágico decae gradualmente a medida que se va protegiendo con diversas estructuras de tipo religioso, político, y un largo etcétera, que acaban por debilitar y engullir su personalidad tal y como observamos que ocurre hoy en día.
Gilgamesh es el individuo contra el todo, más si cabe que Abraham, quien tiene una religión, un dios, una fe de fondo. Gilgamesh abre los ojos a la muerte cuando aún ninguna realidad superior ha nacido para consolar su condición mortal. Sin embargo, no podemos olvidar que para hablar con propiedad de heroicidad, se necesita de un ideal previamente encarnado en un valor concreto, una virtud, un ritual, un comportamiento definido de antemano situado entre el héroe y su fin, en este caso la muerte. Este aspecto resulta inexistente en Gilgamesh debido a que su ideal, a partir de un momento determinado, es exclusivamente el no morir. Un no morir que, como vimos en el caso de Lucrecio, rompe el valor de lo trágico, pues impide que el héroe se muestre capaz de anteponer ciertos nobles ideales a la muerte misma, característica elemental de todo comportamiento heroico. De este modo, el poema mostrará a un Gilgamesh tratando de evitar la muerte en lugar de encararla e incluso de burlarse de ella anteponiendo ciertos valores pertenecientes ya a un grado de desarrollo espiritual, como es el caso de la amistad, el amor o la justicia.
Toda la cultura griega en su periodo clásico trató de ordenar y unificar gradualmente realidad e ideal, hecho que no resulta tan evidente en la cultura egipcia o en aquellas en las que observamos una distancia excesiva entre los órganos de poder y el pueblo; o entre dioses, semidioses y el común de los seres humanos. Esto nos lleva a pensar que el héroe clásico sólo pudo darse en su sentido generalmente aceptado en función de este juego dialéctico ideal - realidad en una sociedad como la griega en la que había una gradación constante entre persona, héroe mortal, semidios, dios menor, etc. donde no se daba una superposición excesiva entre cada uno de ellos que llegase a constreñir la libertad del individuo.
Dando un salto hacia los tiempos presentes, observamos junto a un Gilgamesh concreto, personaje literario modelado en torno a un antiguo rey mesopotámico, un Gilgamesh abstracto, histórico, que aún sigue corriendo de punta a punta del universo en busca de una esencia vital dudosa por no decir imposible de encontrar. Al igual que el héroe individual, la historia de la humanidad puede comprenderse igualmente como un ente heroico que vive entre lo trágico y lo cómico. Lejos de caer en un escepticismo negador y pusilánime, resulta conveniente recordar que entre el héroe trágico y el cómico se encuentra aquel otro de naturaleza conciliadora. Sófocles nos mostró el camino. El héroe es un personaje activo, constructor y positivo en su relación con la vida; ama el medio - siempre que éste sea noble y, a poco que se sublime, bello -, y no teme al fin ni repara en él siempre que a él se llegue por unos dignos cauces. Aquiles no ama la muerte; ama la vida y por eso desprecia la muerte.
Acabamos esta visión global del espíritu heroico señalando que la mirada contemplativa es incompatible con la acción heroica si la anterior no encuentra un complemento en su desarrollo activo. Así, al tiempo que Ulises dispara contra los pretendientes tiene su corazón en Penélope y Telémaco. El héroe de la Odisea va a mostrar una naturaleza más sublimada que la de Aquiles y éste que Gilgamesh en función del equilibrio que cada uno de ellos mantiene en la relación ideal - realidad u objeto - sujeto. No más heroico pero sí más trágico, sin embargo, se mostrará Gilgamesh que Aquiles y éste que Ulises en función del equilibrio entre esas mismas dualidades.
La recuperación de un modelo de heroísmo positivo, nos lleva asimismo a erradicar la usual asimilación entre héroe y exclusión social. Si bien es cierto que, dado que el héroe participa de unos valores apenas inexistentes en el conjunto social, sufre en cierto modo de una soledad anímica, no menos cierto es que necesita de un colectivo que dote de sentido la puesta en práctica de esos mismos valores. El héroe no trabaja para sí mismo, carece de egoísmo. Esto es observable en la medida en que la figura heroica de Aquiles únicamente resulta admirable a partir del canto decimonoveno, momento en que se va a poner al servicio de una comunidad, quien a su vez, a raíz de ello, se va a sentir partícipe de ese espíritu heroico. Un efecto similar lo encontramos cantos atrás cuando Patroclo, al aparecer entre los argivos vestido con las armas de Aquiles, infunde valor a sus compañeros sólo por aparecerse ante ellos bajo la figura del rey de los mirmidones.
El héroe inactivo se mostrará, de acuerdo a lo comentado, como el más penoso de los seres, mientras que el activo, por el contrario, se erigirá como elemento reactor capaz de despertar con su modelo de actuación la conciencia colectiva de cada individuo. Pese a ello, resulta obvio que en una sociedad carente de valores despertará odio y rencor. El héroe es activo e idealista. El grupo, pasivo y carente de ideales, tendente a caminar por un sendero tranquilo que le procure bienestar, razón por la que no requiere de la voluntad del héroe ni le resulta cómoda. ¿Cuántos de los guerreros argivos no preferirían regresar a su patria en lugar de dejarse la vida por las ideas de un Aquiles o un Ulises? Por este motivo, el héroe activo y social, requiere del elemento contemplativo anteriormente señalado. Sólo la unión de estos factores le permitirá distinguir el equilibrio de fuerzas entre su persona, el colectivo social, los medios disponibles y los fines a lograr, posibilitando con su ánimo y fe una heroicidad colectiva, sublimada y distanciada tanto de su naturaleza más trágica como de aquella irrisoria en las cuales, por inercia, se suele aposentar.
Bibliografía
Hesíodo (2005): Teogonía. Trabajos y días. Escudo. Certamen. Alianza, Madrid.
Homero (2004): Ilíada. Cátedra, Madrid.
Homero (2004): Odisea. Espasa, Madrid.
Kierkegaard, Sören (1975): Temor y temblor. Editora Nacional, Madrid.
Lara peinado, Federico. (ed) (2005): Poema de Gilgamesh. Tecnos, Madrid.
Lucrecio (2003): La naturaleza. Gredos, Madrid.
Píndaro (1995): Odas y fragmentos. Gredos, Madrid.
San Agustín (1998): Confesiones. San Pablo, Madrid.
VV.AA. (1963): Sagrada Biblia. BAC, Madrid.
© Guillermo Aguirre Martínez 2010
Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid
El URL de este documento es http://www.ucm.es/info/especulo/numero45/gilgames.html
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
1 comentario:
Fantástico estudio. Deja abiertas nuevas y sorprendentes vías de investigación
Publicar un comentario