viernes, 7 de mayo de 2010

Cantares de Orfeo: epicidad e intertextualidad en Sparagmos de Maurizio Medo


Darwin Bedoya

Una reflexión de John Dewey sobre la seriedad y validez de la obra de arte dice:

Cuando la estructura del objeto es tal que su fuerza interactúa felizmente (pero no con demasiada facilidad) con las energías que surgen de la experiencia misma; cuando sus afinidades y antagonismos mutuos colaboran para producir una sustancia que se desarrolla acumulativa y certeramente (pero no con demasiada regularidad) hacia la plenitud de los impulsos y las tensiones, entonces, sin lugar a dudas, estamos ante una obra de arte.



Podemos decir lo mismo estando frente a la obra de Maurizio Medo (Lima, 1965). Después de Manicomio (2005), la poesía de Medo ha ocupado un lugar espacioso en la región hispanoamericana. La aparición de Sparagmos (Cascahuesos/ASALTOALCIELO, 2008) confirma la importancia de este poeta. Sparagmos es la plenitud de los impulsos y las tensiones escriturarias pero, sobre todo, la babelicidad del lenguaje como el gran héroe en esta larga avenida de las trashumancias y las letanías que Dios y nosotros mismos, en una ignominiosa complicidad, nos hemos hecho el honor de regalarnos.

Ahora bien, siguiendo a Dewey, las afinidades, en Sparagmos, serían los referentes intertextuales que el mismo título alude: sparagmos es lo que las Ménades de Tracia hicieron con Orfeo: lo despedazaron, efectuaron una traslación múltiple de su cuerpo: su cabeza, arrojada al río Ebro, fue a dar a Lesbos; muchos dicen que llegó hasta allí entonando unos cánticos fabulosos, tan profundos que hasta las piedras y las flores marchitas cambiaban al oírlos. Esta idea de traslación que parte desde la epicidad griega hasta nuestros días tiene el matiz, según Lawrence Norfolk, de correlación con esa especie de mantra que cubre a la literatura en general. En el desmembramiento, o sparagmos de Norfolk, se subastan los derechos territoriales y lingüísticos. Ocurre la desterritorialización de la palabra. Y eso no es otra cosa que lo que Julia Kristeva ha dado en llamar intertextualidad. Y en esa misma línea, aunque con otras denominaciones, están Deleuze, Genette, Hutingartes, Garaeen y, hace poco menos de un año, las descabelladas ideas-estudios intertextuales de Lluha Fairlight en las obras de Bolaño, Gimferrer, Vallejo y Gamoneda.

En Verdad y método, Gadamer utiliza el concepto de formatio para acuñar la idea de que el ser humano se apropia de aquello en lo cual, y a través de lo cual, se forma. La formatio tiene que ver con la tradición cultural vista no como un ente monolítico, sino como una constante reinterpretación y reactualización del lenguaje configurado a través de los más diversos textos. Es el eterno devenir del espíritu, la articulación de la visión del mundo del ser humano al incorporar a su “saco cultural” los símbolos, la historia, los mitos, los referentes artísticos y otros elementos que anidarán en su inconsciente. Hay un poema de Medo titulado “Síndrome Rimbaud” que concluye así: “ahora quiero escribir pero… / Me sale espuma, me sale espuma / por todos los orificios de este cuerpo” (p. 323). Y el humanísimo Vallejo sale a decirnos aquí estoy, aún vivo; ésta es la poesía.

Y es que una característica esencial de la formatio consiste en mantenerse abierto hacia el otro, hacia puntos de vista diferentes y generales. Al tener la capacidad de reflejar el alma propia en la de los demás, la conciencia es capaz de operar en todas direcciones, integrándose así al devenir universal, en un sentido general y comunitario. En el poema “Centón del comedero”, Medo cita un verso íntegro de Antonin Artaud: “No quiero seguir viviendo contigo bajo el miedo” (p. 273). Otro ejercicio intertextual es “Naturaleza muerta”, que alude al poema “Naturaleza muerta de Franz Kafka” de José Kozer. O la alusión a Oquendo de Amat cuando éste decía “se alquila esta mañana”, y Medo dice en el poema “Rutina”: “se alquila razón”; o cuando hace referencia a Manrique en el poema “Gilda”, y escribe: “morir no es dormir / es despertar”.

Para Kristeva, la intertextualidad es algo que hacen autor y lector como pragmática de la lectura. Guía la traducción como lectura de textos. Y es porque, en todo texto, la información de veras nueva es relativamente poca; lo que hay fundamentalmente son llamadas o referencias a otros textos (títulos, epígrafes, parafraseos, pies de página y otros nexos que generan híbridos de hipérbole semántica: parodias, pastiches y el kitsch). La lectura es un reciclaje de otros textos. Incluso los textos clásicos pueden entenderse así. Kristeva desarrolla el concepto de intertextualidad a partir del dialogismo de Mijail Bajtin, quien pretendía explicar que todo texto literario es, en el fondo, un cruce de otros textos (no existe un texto literario puro). Desde el momento en que un texto imita el habla popular u otros géneros ya conocidos por el lector, se establecen relaciones dialógicas. Por ello, podemos afirmar que los únicos “textos puros” serían los libros sagrados. El mismo Bajtin habla de corrientes subterráneas que conectan diferentes textos. Éstas son cuestiones culturales que aparecen en diferentes formas con diversos nombres. Así, Sparagmos abre con tres epígrafes, uno de ellos de Roland Barthes, en el que se refiere a la desaparición del autor y a la existencia del sujeto discursivo. Y para Medo la línea fractal, en términos de Deleuze, es la misma conexión que Kristeva llama intertextualidad; esto supone entonces la detección de que unos —en realidad muchos— textos están conectados con otros. Cualquier cita, cualquier aspecto que nos “suena” de una novela o de una película y reconocemos en otra, implica intertextualidad. Gerard Genette desarrolla más a fondo este concepto. Lo que Kristeva llama intertextualidad debería llamarse, para él, transtextualidad: relación o cruce de textos, pero con un basamento en la nueva escritura del autor.

En Sparagmos, como en Manicomio, lo que acontece es la escritura, la exasperación del vocabulario, el estatuto del discurso verbal que va generando una conciencia imaginista. De este modo aparecen, ciertas tendencias, como la extrema poeticidad y “experimentalidad”, la idea de disolución y a la vez de congregación, lo raro y lo confuso, el fragmento, el engaño, la sofisticación, lo vago, lo fugaz, la invención de palabras, el enardecimiento de un erotismo tierno y brutal al mismo tiempo, el gusto por la estilización, la ruptura con el tiempo alienante, un discurso surrealista a la pura seña de Patti Smith. Todo esto se puede resumir en una poesía que no se porta bien y que, en consecuencia, podría remitirnos a un cierto neobarroso después de Perlongher. El sentido discursivo de la obra de Medo tiene un punto de partida que es requisito indispensable para su escritura y su mundo poético: el estado de ánimo del poeta. Melancolía y locura en un vaso para beberlo a grandes tragos.

Hipócrates fue el primer médico que consideró la melancolía como síndrome clínico. La voz del sujeto poético de Sparagmos padece una profunda melancolía que a veces se asemeja a la de Rimbaud, rayana en la locura, puesto que el francés sentía una extrema predilección por esta forma de demencia casi como Van Gogh, el cuervo pintado en los versos de Poe o el albatros de Baudelaire, que se encargaba de despeinar la calma y la esperanza: “Qué plena la soledad cuando es anónima. / Qué inerte ésta, mi soledad, alberga un nombre.” (p. 102)

Pero Sparagmos también es un intento de asir la vida a través de la meditación de la muerte, porque sólo en nuestros límites hallamos la libertad; así, el espíritu del poeta medita a rabiar. Su ser busca volver trascendente y transitiva la preocupación y la aceptación de nuestra realidad, que no es otra cosa que nosotros mismos. En pocos poetas se halla tal equilibrio entre el discurso meditativo y una escritura casi desenfrenada, casi surrealista. Cielo e infierno juntos. ¿Paraíso acaso? Adecuación entre concepto poético y realización literaria. La de Medo es la poesía de la verdadera acción en los límites de los límites. Sus versos presentan una intrepidez intelectual porque son el testimonio de que el poeta se encuentra en la arista de todos los riesgos, y es que en las más de las veces sitúa al lector en un dilema que oscila entre la frivolidad, la preocupación, la confusión, la traslación, el homenaje y la babelicidad del lenguaje como un remedio a la paz del poema común.



Rilke escribió: “y no tener patria en el tiempo”; las pulsaciones de la poesía de Medo son de una inminente seguridad en su estilo, en su discurso; su fenomenología poética está siempre alterada por el constante pulso del duro ejercicio interior. Esta poética alcanza una serenidad sólo posible con la plena aceptación de la vida en el corazón de la muerte. Hay una lucha intensa que va desgarrando los lugares de meditación. Hay derrumbes, rebeliones y lamentos. Erizar la piel y ablandar o endurecer el corazón parecen ser los objetivos de este discurso. Al final diremos que son poemas como botellas cargadas de vino griego para brindar en Italia o en Croacia, pero con la plena convicción de embriagarse y luego danzar con Baco, Orfeo, Virgilio, Dante, Jasón, Ícaro, Lu, Gilda, Alicia, Sofía, Carrol, el falso Ginsberg, Rimbaud, Verlaine, Vallejo, Desnos, el Mandril, Méndez, Francesca, Pound, Valdelomar, Medo, Shakira, Illia Kuryaky, Mozart y los demás.

Hay veces que en Sparagmos domina una tranquilidad sin vientos ni granizadas, pero es sólo una calma breve, una afirmación de la vida en la muerte y de la muerte en la vida, como decía el Georges Bataille de El erotismo. Habitamos un tiempo donde todo está sujeto a su perecedera condición, donde ya ni siquiera los valores tienen tiempo para incorporarse y arraigar en la sociedad; todo parece que fuera solamente una interminable duda. Pero ¿debe la creación literaria, o poética en este caso, portarse bien? ¿No será más bien que su agresividad debe ser la vida o el punto de partida de su autenticidad, que parte desde una épica insólita? Cada día, la poesía de Medo se torna un tanto más radical en esto: si la lengua literaria no se despliega a partir de un sustantivo anacrónico (si no nace ajena a los avatares del tiempo) sólo servirá, con mayor o menor fortuna estética, a los dictados de una moda o —lo que es lo mismo— a las imposiciones de los cánones. Entonces se tornaría en continuidad sin cambio, al margen de la intertextualidad que es más interna, más cercana y necesaria.

Si este riesgo se le exige a la escritura poética actual ya no se podrá decir que son pocos los capaces de atreverse a dar el salto permanente en el vacío, ese salto que toda verdadera poesía debe dar. El mismo Perlongher decía que su neobarroso era “una desterritorialización devastadora que tomó la vida de una artificialización extrema del lenguaje”. Éste es un artificio del artificio, porque la verdadera poesía, la que no se puede definir sino sólo “reconocer”, habla sobradamente por sí misma, no transa, exige respeto; en suma, sale victoriosa de cualquier acoso que se le quiera hacer. Medo ha creado belleza a partir de las palabras, y eso se lo debemos nosotros, los que existimos sólo por las palabras.

Dylan Thomas un día escribió: “De los suspiros algo nace / que no es la pena, porque la he abatido / antes de la agonía; el espíritu crece / olvida y llora: / algo nace, se prueba y sabe bueno, / todo no podía ser desilusión: / tiene que haber, Dios sea loado, una certeza, / si no de bien amar, al menos de no amar, / y esto es verdadero luego de la derrota permanente”. Y ocurre una similitud con Medo en el tercer poema “C@ntig@.com”: “otra vez curvado ante el fulgor azulino / compongo discursos a Perséfone / conmuevan y me otorgue el don / de mar que perdí. / En esta cabina alquilada, como si amor / fuera cosa de arrendar, / (dos soles cincuenta para Ronald), / y darle al teclado mismo Mozart / hasta saber algo de ti. / Mejor el Hades que el caos donde navego / aterrado por criaturas de MTV. / Shakira, Illia Kuryaky and the Valderramas / hubiesen bastado para que Jasón abdicara. / Pero no soy un argonauta, / tengo veinte / y te amo, |púrpura.” (p. 93) Y líneas antes, en “La feria de las tinieblas”, nos dice: “Escupo dolor donde luna desangra. / Sobre los fuegos de destituidos. / Sobre el hambre en los platos vacíos. / Sobre las mentiras con las que remonto su agonía. / Sobre el dolor. / La noche me sedujo enjoyada en su suave piel canela, / convirtiéndome en su sombra, aún a plena luz. / —Preferiría ser ciego antes que verte partir. / —Es absurdo— respondió. / Y la ciudad se me fue a pique con su rostro.” (p. 39)

Esta remitencia al entusiasmo lezamiano o su pasión por cierto malditismo, más tópico y real, actual, pero también tan recurrente a otra estancia de la epicidad griega y latina, posee una prestancia que poco a poco va distanciándose de otras poéticas hispanoamericanas, inclusive de las que marcan esas mismas características. En realidad, la recreación o la traslación, el sparagmos en sí, es el de unas fuentes previas, es algo tan connatural a la literatura que con razón se ha dicho que la Eneida pudiera verse como una suerte de fanfiction de Homero, en la medida en que las aventuras de Eneas son una continuación realizada por Virgilio del ciclo troyano. Es decir, algo parecido a lo que en el cine se conoce como precuelas o secuelas de un argumento o un canto, como mecanismo de formación de una serie, de modo que la Eneida sería una secuela del mismo modo que la recreación de las historias anteriores de los héroes troyanos sería una precuela. Medo no se va a los inicios grecolatinos para quedarse allí, se ampara en la estela nietzscheana como en los fragmentos de Heráclito, de Pascal, inclusive en las reflexiones de Wittgenstein. Allí se advierten los textos descontextualizados, es decir des-contextos, y en consecuencia multicontextos. Y desde ese aroma de epicidad se vuelve en un lugar de regocijo para la posmodernidad, a una cabina de internet, a un local de Mc Donald’s.

El mismo Derrida, en un análisis deconstruccionista se refería a este asunto en su estudio sobre Rousseau, en el que concluía que “Toda palabra tiene un significado diferente cada vez que aparece en un nuevo contexto, y esto independientemente de la cronología y de la intención del autor”. El resultado es que un texto es en realidad un número indefinido y potencialmente infinito de otros textos, tal como lo corroboraría más tarde Katherine Hayles.

Desde la perspectiva intertextual, la consideración de los hipotextos subyacentes nos lleva a indagar sus fuentes no sólo en los conocidos patrones de la mitología (epicidad), sino en una gran variedad de textos de la tradición folclórica y/o literaria. Correlato de culturas, diría el propio Medo. Todo ello tiene que ver con una cultura de la posmodernidad que ha hecho del reciclaje y la hibridación dos mecanismos básicos en su producción artística, lo cual se hace patente en este nuevo libro de Medo, pues las series donde aparece el mestizaje de contenidos, géneros y técnicas están por doquier, como una locura muy razonada, capaz solamente de ser reconocida desde la perspectiva de la estética de la recepción, allí donde reaparece un poeta escribiendo sobre los muros electrificados de un manicomio o un lector con sapiencia de hermeneuta envuelto en la poesía: simbiosis de la construcción artística, el poder de la imaginación y la capacidad explorativa.

El sincretismo que estructura a Sparagmos (y que deja en suspenso marcas diferenciadoras antes aceptadas o comunes en la poética del siglo XX o en la poesía tradicional —como la extensión del poema, su ritmicidad/historicidad, su unilinealidad, la jerarquía del ritmo y partes dentro del macropoema—) sería, pues, la nota dominante. Los imanes que mantienen unidas estas series poéticas son el lenguaje/héroe (protagonista, cual Dante atravesando el infierno) y/o el mundo ficcional a veces como relato unido por las continuas referencias textuales que aluden a geografías (Grecia, Italia, Perú, Chile, Arequipa, Huamachuco, Cusco, etc.) y, por supuesto, a los personajes mencionados líneas arriba. Son estos entes quienes interactúan como auténticos contenedores de todas las posibilidades de desarrollo. Todo ello le presta, además, un aire muy posmoderno a este libro, de que, en realidad, recicla y recombina muchos materiales y desmantela códigos o valores obsoletos y modernos. Además, el carácter de obra abierta hace que tales series, en su conjunto, tengan la apariencia de un texto de múltiples escrituras que se van superponiendo, puesto que al ser un universo no cerrado sino compartido, los sucesivos autores o “versionadores” irán reescribiendo estos argumentos metapoéticos o, en otro caso, irán añadiendo nuevos elementos.

El lenguaje de Medo en Sparagmos tiene también una simetría dispersa, nebulosa, casi entre las fronteras del vacío en que se encuentra el pensamiento de lo que refería Lacan sobre el lenguaje (la interrelación entre estructura del inconsciente y lenguaje, la primacía del significante sobre el significado, y que sólo accedemos al inconsciente mediante la representación de las imágenes oníricas a través del lenguaje). Medo, como poeta, está interesado en enfatizar que esas imágenes tengan una significación distinta, volátil al ser parte de un flujo de imágenes oníricas que van desapareciendo con la misma celeridad con la que aparecen (el enfoque estático de la literatura ha sido sustituido por el dinamismo del postestructuralismo semiótico). Esto es, se escapan de ser atrapadas por un significado fijo y estable. Tenemos así una primera interrelación entre la concepción del lenguaje inconsciente, según es descrito por el psicoanálisis, y la teoría del lenguaje literario propuesta por Benet, según la cual el lenguaje (comenzando por los vocablos) carece de un significado estable. Así, el onirismo de las imágenes de la poesía de Medo raya a veces en la vigilia y lo pesadillesco. Se alberga en lo conversacional. Su discurso, desde lo retórico, es una anti-retórica; desde lo metalingüístico y lo moral, destruye los pilares de su mundo. Lo “maldito” no sólo está en el tema, está en la forma de escribir: “Poetas, poetas, poetas. / Esos perros cagan piedras. / Espuma y humo exhalan. / Y nunca nos dicen nada. / Son inútiles. / Jamás tendrán visa / en el nirvana.” (p. 326)

En suma, podemos decir que el aura triunfal en Sparagmos es una construcción de imaginarios lingüísticos. Estas series poéticas utilizan medios recurrentes y no recurrentes, como la formación de estos mundos autoconsistentes a través de procedimientos tomados del mito (por ejemplo, las cosmogénesis peruanas, genealogías griegas, itálicas…). La poesía serial de Medo es inherente a una nueva propuesta en continua expansión que, a partir de un tronco inicial, se ha propuesto desarrollar múltiples itinerarios de epicidad sobre la base del marco común de un espacio (geografía), un tiempo (cronología) y/o un repertorio de personajes.

Así pues, sobre estos pilares está construida la idea de la existencia de un patrón en esta saga poética de Medo (Manicomio, La trovata, en esencia), reunida esta vez en 370 páginas, series poéticas que, más allá de las marcas de los subgéneros clásicos (barroco especialmente), aspiran a crear mundos autoconsistentes, ensanchando siempre una especie de frontera aparentemente indisoluble de la creación, y es esa experimentalidad que desborda las márgenes de humo que pretenden cerrar el paso de una nueva poética hispanoamericana.

Ahora la extensa avenida de las trashumancias huele a vino e incienso, a chicha y flores negras; pasa un cortejo de Baco, canta la cabeza de Orfeo. Medo toca la cítara. Propercio, Tibulo y Ovidio mueren otra vez, y alguien (¿Eurídice?) cerca los jardines con sus huesos: la poesía está ungida de eternidad.

Darwin Eduardo Bedoya Bautista (Moquegua, 1974) es docente de Lengua y Literatura. Ha publicado poemas y cuentos en conocidas revistas lierarias del sur de Perú. Obtuvo la Primera Mención Honorífica en el Concurso Nacional de Poesía Premio Pucará, Huancayo, 1997 organizado por la revista de literatura Cascadas; segundo lugar en el Concurso Nacional de Poesía Alberto Hidalgo, Arequipa, 1998, organizado por el semanario El clarín, Primer Premio (compartido) en el concurso departamental de poesía Simón Fidel Quispe, Puno, 1998, organizado por la CUBUP; finalista en el VII Certamen Internacional de Poesía Ciudad de Torrevieja, convocado por el Instituto Municipal de Cultura Joaquín Chapaprieta de Torrevieja, 2002, Alicante, España. Es integrante de la CADELPO, filial Juliaca, coeditor de la revista de literatura Pez de oro y editor de la revista de literatura Lágrimas de cccodrilo. Funge además como director de cuadernos bimestrales de poesía Espantapájaros.

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